Carlos Sánchez-El Confidencial

  • El mercado eléctrico se ha convertido en una selva que funciona al margen del Gobierno. El resultado es la pervivencia de problemas estructurales que emergen cuando suben las materias primas

En ‘The Big Short’, que en España se tradujo como ‘La gran apuesta’, probablemente una de las mejores películas sobre las causas de la Gran Recesión, Mark Baum, el nombre ficticio de un bróker de Wall Street que trabaja para Morgan Stanley, recuerda lo que le dijo su hermano antes de suicidarse: «No eres un santo, los santos no viven en Park Avenue».

A Baum (el actor Steve Carell) le corroe el sentimiento de culpa por ser tan zafio que ofreció dinero a su hermano para resolver sus problemas. Pensando, pobre de él, que así se solucionaba su angustia. Algo parecido les ha sucedido a todos los gobiernos de la democracia —a unos más y a otros menos— desde que Alberto Oliart se sentaba en el Consejo de Ministros con el membrete de la patronal para defender una actualización (léase subida) de la tarifa eléctrica. El Gobierno de turno ha concedido a las eléctricas todo, o casi todo, pero la realidad es que el kilovatio marca niveles desconocidos en décadas.

Sin duda, porque los santos no viven en Park Avenue, o en la Moraleja, como se prefiera, y hoy la tarifa eléctrica es una especie de vaca a la que ordeñan todos a costa del consumidor, ya sea directamente (recibo de la luz) o de forma indirecta (coste de los productos que compra). También los gobiernos amamantan la ubre. En unos casos, a través de impuestos socialmente algo más que discutibles, ya que no discriminan en función de la renta, salvo casos de extrema necesidad, y en otros mediante nuevos instrumentos, como la emisión de gases de efecto invernadero, que nacieron para desincentivar las externalidades negativas que produce la emisión de CO2 a la atmósfera, pero que hoy se han convertido en una fuente de ingresos.

En 2019, sin ir más lejos, Hacienda ingresó 1.015 millones de euros por los derechos de emisión, el triple que tres años antes, mientras que en el primer trimestre de este año ya son 348 millones, lo que supone que, si continúa el actual ritmo, el año acabará con cerca de 1.400 millones en ingresos adicionales que salen del recibo de la luz. Es el precio que hay que pagar por la lucha contra el cambio climático, pero que, al revés de lo que sucede con los impuestos directos, no tiene un carácter progresivo. Pagan lo mismo ricos y pobres.

Planificación energética

Se está hablando, en el caso español, de un mercado eléctrico que movió el año pasado 33.559 millones de euros, de los que 6.167 millones (el 19%) son impuestos (las CCAA también cobran). Y que es estructuralmente caro porque en el recibo se incluye tanto lo que se consume como lo que no se consume, pero que necesariamente hay que producir para que la luz esté siempre a disposición de los hogares y empresas con solo pulsar un interruptor.

La electricidad, como se sabe, no puede almacenarse. Esto hace que la planificación energética (cuánto hay que producir cada año para atender la demanda) sea la clave, y aquí radica el primer problema. Mientras que la potencia instalada (110.839 Mw), tanto peninsular como extrapeninsular, no deja de crecer, un 5% desde 2016, la demanda nacional apenas lo hace. El año pasado, que fue singular por la pandemia, ascendió a 245.766 GWh, casi un 6% menos que el año anterior.

Es decir, hay más energía que nunca en el mercado. No es, por lo tanto, un problema de oferta, tanto por la potencia instalada como por la producción, pero los precios suben y suben, lo que pone bajo sospecha la eficiencia del sistema y la labor del regulador. Entre otras razones, porque no solo crece la producción, que se retribuye convenientemente a costa de la tarifa, sino que también aumenta de forma sistemática el número de comercializadoras activas (341), lo que en teoría debería animar la competencia y hacer bajar los precios.

No ocurre eso. Sucede justamente lo contrario. Básicamente, porque se trata de un mercado lleno de intermediarios. Paradójicamente, aunque el operador y el transporte funcionen en régimen de monopolio: Red Eléctrica.

Quédense con un par de datos. El coste de producir toda la energía consumida en España en 2020 fue equivalente a 9.462 millones de euros, muy por debajo de los 33.559 millones del negocio eléctrico (transporte, redes, comercializadoras…). Por medio, lógicamente, toda una cadena de operadores que hacen posible que la luz llegue a casa. Sorpréndanse, sin embargo, con una singularidad. Mientras sube el precio de la luz, el coste unitario medio de la energía (con impuestos) no deja de bajar. Ha pasado de 66 euros MWh en 2018 a 41,5 euros en 2020, según la Fundación Naturgy. Un verdadero desafío a la lógica de un mercado que, en teoría, debe regirse por el juego de la oferta y de la demanda.

¿Cómo se explica esta paradoja? ¿Cuánto tiene que ver que tres compañías (Iberdrola, Endesa y Naturgy) controlen nada menos que el 54% de la potencia instalada? ¿O que Iberdrola mande sobre el 80% del agua embalsada porque en su día, pese a que los embalses son clave para fijar el precio, se autorizó la fusión entre Iberduero e Hidroeléctrica saltándose todas las reglas de competencia? ¿O que las siete centrales nucleares operativas estén participadas por las tres principales compañías con participaciones cruzadas que invitan a la colusión de intereses? Es decir, un verdadero cártel nuclear. ¿Cómo es posible que en un mercado que se dice tan competitivo apenas un 1% de los hogares cambie de compañía de electricidad y las compañías se gasten tanto dinero en publicidad? Es algo más que probable que a ello contribuyan las altas retribuciones que reciben los operadores respecto de los costes de producción. Algo que explica la aparición de frecuentes déficits de tarifa (también el negocio para los fondos de inversión que operan en el mercado) que hoy se cargan sobre los contribuyentes, y que en 2013 alcanzaron la increíble cifra de 40.327 millones de euros.

Pago de intereses

Desde entonces, y gracias a los recortes en las retribuciones aprobados durante el anterior Gobierno, el déficit se ha estabilizado en torno a los 40.000 millones, pero no hay que olvidar que el Estado lo pidió prestado y hoy, como es lógico, hay que devolverlo con sus intereses correspondientes. Algo más de 33.000 millones desde que a principios del milenio comenzó a ser un problema, heredado en buena medida de la ley eléctrica de 1997.

Mientras tanto, la retribución acumulada a las energías renovables, desde el año 2000, suma 98.658 millones. Es decir, cerca del 10% del PIB del año pasado. Las energías renovables, de hecho, ya suponen el 42% de la potencia instalada, 44.126 MG, y más de la mitad con una retribución específica que hay que pagar sí o sí, aprobada en los tiempos de vino y rosas.

Fue, sin duda, una apuesta política algo más que necesaria en aras de luchar contra el cambio climático. El problema, como sostiene un antiguo responsable del sistema eléctrico, es la sobrerretribución de las eléctricas. O lo que es lo mismo, se paga demasiado por volcar energía al sistema, lo que a la larga provoca alzas en la tarifa. Entre otros motivos, porque en paralelo se toman decisiones políticas que no se pagan con impuestos, sino con el recibo de la luz. Esas decisiones políticas suman unos 10.000 millones (casi la tercera parte del negocio eléctrico). Unos 2.000 millones se destinan a financiar la electricidad en Baleares, Canarias, Ceuta y Melilla, lógicamente, en aras de garantizar la cohesión territorial, mientras que otros 7.000 millones se destinan a las renovables, pese al tajo que dio el anterior Gobierno, que si no, serían unos 11.000 millones.

Lo que ha sucedido en los últimos años, en este sentido, es muy claro. El actual Gobierno ha eliminado algunos ingresos del sistema con políticas tan legítimas como discrecionales, como eliminar el llamado ‘impuesto al sol’, pero al no haber rebajado los costes, el déficit vuelve a crecer, y con él el recibo. Obviamente, en la parte regulada, que supone el 13% de la energía suministrada. El autoconsumo, por ejemplo, ya no aporta recursos al sistema, cuando megacorporaciones como Amazon —no todas son instalaciones individuales domésticas— han provisto sus enormes instalaciones logísticas de miles y miles de placas solares. Puede tener acceso en caso de necesidad a las energías de respaldo, pero quienes pagan el mantenimiento mientras no se usan son los consumidores vía tarifa.

El mercado eléctrico tiene tantas paradojas que incluso los gobiernos han dado un paso atrás y se esconden tras los reguladores. Curiosamente, por imposición de un regulador, la Comisión Europea, que en su día obligó a España a que fuera la CNMC quien dijera lo que hay que hacer pese a tratarse de una política pública, como es repartir el coste del sistema eléctrico entre consumidores y operadores. Una especie de tecnocracia que deja al Gobierno atado de pies y manos. Solo hay que ver su capacidad de respuesta en la crisis actual: bajar el IVA temporalmente.

El ‘lobby’ eléctrico

El resultado es que hoy el inquilino de la Moncloa, sea quien sea, tiene un estrecho margen de maniobra, porque quien manda es la Comisión de la competencia. Un sinsentido teniendo en cuenta que se trata de una cuestión central en cualquier economía política que se precie.

Como recuerda un antiguo ministro, cuando el Gobierno iba a Bruselas a negociar a través de la representación permanente el reper, se encontraba con que contaba con un solo funcionario especializado en el tema, mientras que las eléctricas tenían acreditados al menos cinco empleados con una enorme capacidad para hacer ‘lobby’ ante los funcionarios europeos, siempre solícitos a la hora de acaparar competencias. En este caso, a través de la CNMC. Y no es que les falte experiencia a las eléctricas. Durante el franquismo, cuando las organizaciones obreras y empresariales estaban proscritas, Unesa era una de las pocas patronales que convivían con el régimen.

Así es como se ha llegado a esta situación. Viejos problemas coinciden en el tiempo con fenómenos coyunturales, lo que ha producido una situación explosiva. La recuperación económica mundial ha sido más rápida de lo previsible y eso ha alimentado el aumento de los precios de los hidrocarburos. No solo del petróleo, también del gas, que es la materia prima que nutre los ciclos combinados, que aunque no funcionen hay que retribuir porque son tecnologías de respaldo cuando las renovables no funcionan por causas naturales, falta de viento o por ser de noche. Sin olvidar que al tratarse de un mercado marginal, el precio lo fija el último megavatio que entra en el mercado, que suele venir de las centrales de ciclo combinado. En definitiva, la pescadilla que se muerde la cola.

Al ser un mercado marginal, el precio lo fija el último megavatio que entra en el mercado, que suele venir de las centrales de ciclo combinado 

No era previsible el fuerte aumento del gas, pero no del todo. Para eso está, precisamente, la planificación energética, que cuenta con instrumentos como las interconexiones eléctricas, que de forma sistemática son saboteadas por las grandes compañías, que no quieren competencia de Francia (nucleares), Portugal o Marruecos, cuyos costes son inferiores y podrían servir para equilibrar oferta y demanda. Sin contar la manipulación de un mercado tan opaco como es el de las emisiones de efecto invernadero, y cuyo precio solo ha crecido.

Probablemente, porque por la presión de unos y otros se ha querido diseñar un sistema eléctrico al galope sin esperar a los avances tecnológicos. En su lugar, se ha optado por un sistema hiperregulado que no entienden ni los propios operadores y mucho menos los políticos, desoyendo aquello que decía Warren Buffett en la anterior crisis: “No compro productos que no entiendo”. Y el mercado eléctrico, por llamarlo de alguna manera, es el mejor ejemplo. El mercado mayorista fijó ayer un precio de 105 euros MWh. Lo nunca visto. Al menos, hasta los próximos días.