JAVIER ZARZALEJOS-EL CORREO
- Los indultos ofrecen a Sánchez el rédito inmediato de permitir que su Gobierno sobreviva dos años. Todo lo demás es humo
Hay muchas razones para dudar de que Pedro Sánchez tenga un plan para Cataluña. Lo que es seguro es que tiene un plan para sí mismo. Podría incluso establecerse una relación inversamente proporcional entre la retórica dulzona y sobreactuada del presidente del Gobierno y la sustancia de un verdadero proyecto para esa Cataluña a la que se quiere situar en un extremo del enfrentamiento con el resto de España, cuando el resto de España si algo ha sido es víctima y sujeto paciente del aventurerismo independentista. Repetir una y otra vez eso de concordia, convivencia -los que no quieren que sigamos viviendo juntos son los secesionistas-, magnanimidad y toda la retahíla buenista que prescribe la campaña de propaganda orquestada desde La Moncloa no pretende activar energía política alguna para mejorar la convivencia, sino que busca neutralizar la sensibilidad ciudadana y su escepticismo contraponiéndolo a las buenas intenciones del Gobierno.
De nuevo aparece el argumento del ‘¿por qué no?’. Por qué no intentarlo. Si sale bien será gracias al Gobierno y si sale mal la culpa será de la malvada oposición. ¿Por qué no intentarlo? Pues para empezar por aquello de que los experimentos, con gaseosa. El Gobierno nos ha metido en un juego de ensayo y error que llaman «apuesta» dejando en entredicho al Tribunal Supremo, sembrando el desconcierto entre quienes han apoyado la actuación del Estado -no de un Gobierno- frente al desafío separatista y dando pábulo a que un socialista báltico desde el Consejo de Europa nos meta en el mismo saco que Turquía en lo que se refiere al respeto de las libertades. Peor aún resulta que la delirante y mendaz fundamentación de los indultos haga suya la idea, tan propia del nacionalismo populista, según la cual la aplicación de la ley es un obstaculo para la convivencia.
Lo único cierto es que los indultos ofrecen a Sánchez el rédito inmediato de permitir que Frankenstein sobreviva -ya veremos- dos años. Todo lo demás, es decir, el reencuentro, el plan que no existe o las conjeturas que se quieren vender como certezas no son más que humo.
Se levanta la veda del experimentalismo constitucional. Que si una disposición adicional a la vasca, que si una reforma federal del Estado (?), un referéndum en Cataluña para promover una reforma constitucional que luego se llevaría al resto de España, «recuperar» las cláusulas del Estatuto de Autonomía que el Tribunal Constitucional invalidó. Ya puestos, ¿por qué no la confederación a la austrohúngara o una disposición que, de la misma manera que en la Constitución declaró sin efecto las leyes llamadas derogatorias de 1839 y 1876, deje también sin efecto el Compromiso de Caspe que llevó a la Corona de Aragón -Cataluña nunca ha sido reino- a Fernando I, un rey de la casa de Trastámara? Sería, en palabras de Calvo, «un temazo».
No es nueva esa arrogante convicción de la izquierda en sus tratos con los nacionalistas según la cual España es una especie de folio en blanco que una mayoría coyuntural puede escribir a su antojo, por procedimientos sesgados y estrictos objetivos partidistas, sin que la otra mitad, al menos, de los ciudadanos y su representación política tengan nada que decir. No solo es una arrogancia. Es un grave error de cálculo.
España es un Estado autonómico consolidado, no un artefacto político que haya asumido su propia disolución como una simple cuestión de tiempo. Si la sentencia del Estatuto catalán inflamó tanto los ánimos secesionistas fue precisamente porque estableció los límites del modelo autonómico que se habían intentado forzar por la aventura de Pasqual Maragall (PSC).
A modo de repaso. Nación es sólo la española (artículo 2 de la Constitución), la ciudadanía también es común a todos los españoles; por tanto, hablar de ciudadanos catalanes o murcianos no define un vínculo jurídico. El español es lengua vehicular junto al catalán. Un Estatuto de Autonomía no puede delimitar las competencias del Estado, de modo que la pretensión de que sea Cataluña la que dicte lo que puede y no puede hacer el Estado desde sus competencias es una operación inconstitucional y nula. Mediante una ley orgánica se pueden delegar o transferir competencias estatales susceptibles de transferencia o delegación, según precisa el texto constitucional. Lo que no puede hacer una ley orgánica es inventarse un poder judicial al margen de la unidad jurisdiccional que la Constitución establece, las garantías de independencia de los jueces y la posición del Consejo General del Poder Judicial y, en el ámbito jurisdiccional, del Tribunal Supremo.
Si es cierto que se quiere hablar dentro del marco constitucional, esto es lo que hay. Y ha sido muy bueno para todos, por cierto.