Editores- Eduardo Uriarte
La frase, en forma de consigna, repetida por todo el nacionalismo periférico, todos los partidos antisistema, y bastantes miembros de la izquierda encuadrada en el PSOE, consiste en declarar que la sentencia que condena a los nacionalistas sediciosos no es solución. Estamos de acuerdo, eso lo saben hasta los miembros del tribunal. La sentencia es para hacer justicia.
La solución debiera ser política, pero el hecho de que todos los antisistema sin excepción declamen el “no es solución” evidencia, también, que la solución es la que ellos proponen: descuartizar España. Esa sería su “solución”, la antítesis de toda solución y de la política, de la democracia como encuentro, y la convivencia. Pero coincidimos en el hecho de que “un pelotón de jueces” no pueden dar con la solución, máxime cuando desde la política se hicieron las cosas para que todo condujera a esta desgarradora situación: unas leyes educativas que no han impedido el maniqueo e ideologizado sistema de inmersión lingüística, un inacabado Titulo VIII de la Constitución que impulsa y acelera la tendencia centrífuga de las autonomías, y la sustitución descarada de la nación por una partitocracia sectaria que fagocita el sistema político del que disfruta.
Que la consigna sea repetida tanto y tan ampliamente certifica que la misma no cierra el erróneo y fracasado comportamiento secesionista, sino que prosigue, aprovechándose de su carácter represivo, llamando a la movilización desde las más altas instancias institucionales catalanas, promoviendo el proceso de ruptura. No se trata de un punto final en el proces sino del inicio de un nuevo capítulo en la escalada hacia la separación y creación de un estado nacionalista.
En unas recientes jornadas sobre federalismo en Vitoria propiciadas por la Asociación Valentín de Foronda, el pesimismo embargó a la audiencia cuando Ruíz Soroa manifestó que la posibilidad de federalismo en España era posible en lo que quedara de España, cuando tanto Cataluña como Euskadi se hubieran ido. Tan desalentadora visión, contestada por el optimismo antropológico de algún ponente de izquierdas, vino a expresar la opinión de que la batalla política del constitucionalismo frente al nacionalismo periférico estaba perdida, sugiriendo la conclusión de que el federalismo es inaplicable como solución ante el separatismo.
Probablemente el origen del problema nacionalista vasco y catalán esté ubicado más en el rechazo de España como nación, especialmente por la izquierda -concepto discutido y discutible-, la inexistencia de una política nacional como un gran cauce de encuentro, que en las virtualidades que pudieran tener, ante una nación segura de sí misma, el nacionalismo catalán, y mucho menos el vasco. Pero mientras España sea más un encuentro de la partitocracia que una nación, la inestabilidad política tiene como principal consecuencia su desmembramiento territorial. En un amplio sentido puede considerarse que el éxito de los nacionalismos periféricos – incluso del regionalismo de Revilla con sus anchoas y sus zuecos- se debe más a la orfandad de una nación que a las cualidades de unos nacionalismos- o regionalismos incluso- herederos directos de la cavernaria reacción tradicionalista.
La “ahora España” se merece esta crisis provocada por la sentencia. “Ahora España” supone acordarse de España cuando truena. Porque esta España se ha ido ganando su crisis ante el nacionalismo periférico a pulso, paso a paso, cuando el Gobierno, fuera del color de fuera – y ya desde la Transición- hiciera concesiones a las autonomías que iban haciendo desaparecer el Estado de dichos territorios hegemonizados éstos por una generación de nuevos caciques surgidos de las filas de los partidos locales. Veinte jubilados pueden cortar el tráfico de la Diagonal no por la amenaza física que suponen sino porque detrás de ellos está la Generalitat y toda una ideología dominante, promovida por ésta, que amilana al ciudadano normal. ¡Es el nacionalismo, imbécil!. Es el nacionalismo el que puede conmover cualquier país.
Por el contrario, España ha carecido de discurso como nación. Es más, la nación se considera una herencia del franquismo por un amplio sector de la izquierda ajeno totalmente al liberalismo y republicanismo español. Un par de fechas al año con presencia, muy digna, por cierto, del mundo castrense, y poco más nos recuerdan su existencia, cuando está necesitada de un relato común y que se la estime. Si no, otros ocuparán ese vacío con fabulaciones, con “una aventura”, “una quimera”, “ensoñaciones”, a la postre criminales. España necesita de un mínimo de patriotismo por los partidos que se llaman constitucionales, y no sólo en campaña electoral, patriotismo que implica llegar a pactos, especialmente de Estado, con los otros partidos nacionales.
Torra no puede saltarse la legalidad, pero menos un ministro del Interior puede ponerle tacha al discurso, adecuado a la ley y a su función, de su general de la Guardia Civil en Cataluña por puro tacticismo partidista.
Sin embargo, no deberíamos excitarnos ante el hecho de que el Tribunal Supremo no haya sentenciado por rebelión a los encausados, cuando en el seno de un articulado pensado para la rebelión armada, por decisión de los políticos del Congreso, es el Estado a través de su abogacía, por decisión del Gobierno, es decir, la institución perjudicada, la que decide contradecir a la fiscalía retirando la petición de rebelión. Puro gesto de poder partitocrático. Como lo fueron en el pasado la desaparición de la alta inspección educativa, el mal cálculo del Cupo vasco y navarro, la negociación con ETA y la legalización de Batasuna, la exagerada consideración y exaltación de derechos históricos y nacionales en los nuevos estatutos de autonomía reformados provocando de facto la proliferación de miniestados taifeños. Evidentemente, la sentencia no es la solución.
El problema catalán está en Madrid.
La inexistencia de una mínima aceptación de España como nación, no sólo potencia que sus partes promuevan la propia, sino que la práctica política de los partidos esté caracterizada por un sectarismo llamativo debido a que la única nación -o interés general si se quiere- sean ellos mismos, sin lugar común con el resto. De ahí que Sánchez considere sin pudor que algún otro partido deba apoyar su investidura sin nada a cambio estando en minoría. No sólo el PSOE de Sánchez carece de conexión para trabajar con el resto de los partidos constitucionalistas en un Gobierno, sino que su nación particular acaba en su partido en una vuelta al tribalismo más soez.
Si esa actitud se observa en una izquierda otrora protagonista de la Transición y cimentadora del sistema en los primeros años del actual sistema, el populismo surgido de los ambientes culturales progres, ajeno a los fundamentos de la izquierda democrática que le precedió, republicanismo y liberalismo bajo cierto prisma marxista, sencillamente es peor porque es anarquista. Resulta blasfemo para la historia distinguir una bandera de la II república entre los manifestantes que acosaban la comisaría de Vía Layetana. Para recordar la historia no hay memoria histórica, pues es para lo que sirve: destrozar la historia.
La nación se construye con consenso y cohabitación política, especialmente en los momentos de crisis, y éste lo es de una forma muy grave. Sería también la ocasión para pactar las necesarias reformas, incluida la ley que trata la rebelión, el Titulo Octavo de la Constitución, la política educativa, la reorganización de los servicios fundamentales, entre otras cuestiones. La nación tiene la posibilidad, o la necesidad, de recuperarse -pues surgió en Cádiz en un momento de la mayor crisis- ante el reto institucional y territorial protagonizado por nacionalismos y populismos. De lo contrario otro populismo de signo contrario, Vox, acabará haciéndose con el favor de los españoles que queden.
La solución pasa por recuperar en dosis liberales y republicanas un cierto patriotismo español que haga emerger la nación española ante tanta tragedia y esperpento periférico. Un día, cuando Onaindia aquejado por la enfermedad paseaba con dos ertzainas que le escoltaban, tuvo que contestar la angustiosa pregunta que repetidamente le habían dirigido : “dónde podía residir la “auténtica” libertad”. Y Onaindia, que había liderado y padecido en su juventud el nacionalismo, sin complejo tras la autoría de “La Construcción de la Nación Española”, les contestó: “Dejad de darle vueltas, la libertad se llama España”. Hay que levantarla como nación, es la solución.