Juan Carlos Girauta-ABC
- «No he visto yo gente más adjetivadora y gritona -gritan cuando escriben- y menos capaz de atender argumentos que los contrarios a la vacuna del Covid. Se hace imposible razonar con ellos. Por ejemplo, dices ‘vacuna’ y te pisan con lo del experimento, pues las vacunas son otra cosa y tal»
Las sociedades que no reaccionan ante nada quizá no merezcan lo que tienen, pero sí nuestro desinterés. Estamos bostezando contra el precio de la luz. No somos precisamente kazajos, ¿eh? También el desinterés hay que consignarlo. Si no lo haces, te adscriben a algún bando. Se tiende a presuponer que a uno le complace lo que solo está contando, del mismo modo que se le supone a todo quisqui la querencia por un club de fútbol. Ya ves. Quizá sea el extendido vicio de presuponer y presuponer el que empuje a tantos escribidores a llenar de adjetivos indignados los retratos de las realidades que les contrarían. Cuando bastaría uno. Ni eso, bastaría una leve ironía.
Así se forman en el espacio público, a velocidad considerable, oleadas de indignación y contraindignación que sin embargo no rompen la quietud. Pero indignarse por norma es desaconsejable: nubla la vista y afea el discurso. Antonio Escohotado, a quien tanto añoro, consagró diecisiete años a la redacción sin adjetivos de una trilogía sobre la historia moral de la propiedad (‘Los enemigos del comercio’). Bueno, algún adjetivo hay, como moral en el subtítulo, pero solo los usa cuando aclaran, no cuando inclinan el ánimo. Su resultado es una eficacia expositiva que respeta la inteligencia y madurez del lector. Pasa que a una cierta edad uno ya no está para sermones. Cuando fui joven y de izquierdas también estaba indignado la mayor parte del tiempo. Es agotador. No es imposible que mi mutación ideológica se debiera al cansancio, que de algún modo persiguiera la ventaja del liberal, más relajado por lo común al apelar al raciocinio antes que a la víscera.
El indignado necesita adjetivos inflamados del mismo modo que el hincha demanda la camiseta de su club. ¡Soy de los míos! Pues vaya noticia. Nos dice varias cosas quien es hincha de alguna causa: que nadie se vaya a equivocar con él; que está muy cabreado, así que pocas bromas; que no le repliques porque se pone muy loco; que ha sido alcanzado por la dudosa revelación de un apocalipsis de pacotilla. Pero no he visto yo gente más adjetivadora y gritona -gritan cuando escriben- y menos capaz de atender argumentos que los contrarios a la vacuna de la Covid. Se hace imposible razonar con ellos.
Por ejemplo, dices ‘vacuna’ y te pisan con lo del experimento, pues las vacunas son otra cosa y tal. De acuerdo. Creo que las AstraZeneca que me inocularon en su día sí eran vacunas propiamente dichas, pero esa no es la cuestión. Llámalas como quieras. Las llamaré, qué se yo, encarnitas. Sobreentendamos tras ese nombre todos los matices acerca de la naturaleza de la Moderna y del resto. Pues bien, las encarnitas son eficaces en aspectos fundamentales, como por ejemplo… Aquí volverán a interrumpirnos porque los activistas antiencarnitas están demasiado indignados para dejarte acabar una frase, convencidos como viven de que algo terrible está ocurriendo, solo ellos se percatan y los demás somos personas algo cortitas, o directamente malvadas. ¿No formaremos parte de la plandemia?
Permitamos impertérritos que viertan sobre nosotros, hasta la extenuación, todos los terribles adjetivos, sospechas y acusaciones que manejan. Luego esgrimiremos algunos datos relevantes, o que a mí me importan especialmente, como deberían importarle a cualquiera. El caso es que nos ha tocado una pandemia. Hemos perdido amigos y conocidos. Hemos tenido a seres queridos ingresados por culpa del maldito virus mutante. Pues bien, he aquí un dato que me parece suficiente para ir a vacunarse: según estadísticas publicadas esta semana por ‘Le Monde’, dos terceras partes de los ingresados en cuidados intensivos no están vacunados, digo encarnitados. Advierte el rotativo contra la interpretación errónea e intuitiva según la cual la diferencia entre los dos grupos no sería tanta: al fin y al cabo, un tercio ha seguido la pauta de la Sanidad Pública y ahí está, en la UCI.
En realidad, lo que dice el dato es que resulta diecisiete veces más probable acabar en la UCI si no te han administrado las encarnitas dada la enorme diferencia cuantitativa entre los dos grupos comparados. En España, donde los no encarnitados son seis de cada diez ingresados en UCI, está encarnitado el 90 por ciento de la población. Se sabe desde hace mucho que la evaluación de riesgos resulta ser contraintuitiva. Cuando te juegas la vida, merece la pena considerar las opiniones de los expertos en probabilidades. El más célebre de ellos, y quizá el mejor del mundo, es Nassim Nicholas Taleb, el primer nombre relevante que instó a la gente a usar mascarilla, a fabricársela si no estaban disponibles, a cubrirse boca y nariz con bufandas si no había otra cosa. Era cuando las autoridades sanitarias todavía despreciaban las mascarillas, ¡o las desaconsejaban! Eso sí, había que lavarse mucho las manos.
A estas alturas me han incluido con total seguridad en su lista negra los feroces antiencarnitas. Voy a mirar a la cámara para dirigirme a ellos. Escuchadme, tengo amigos entre vosotros y no dudo de vuestra buena fe, pero no comprendo esa ferocidad en un país como España, donde las encarnitas no son obligatorias. Tenéis razón al señalar que los encarnitados pueden seguir contagiando. Pero el hecho (y los hechos son siempre indiscutibles) es que están mucho más inmunizados que vosotros, que hasta ahora tenéis como única vía de inmunización la de contagiaros sin males mayores. Con el Ómicron. Así las cosas, al privaros de las encarnitas os ponéis en riesgo a vosotros mismos. Abominad de Macron por sus ganas de fastidiaros, pero aquí podéis escoger. ¿A qué tanta furia?