Jorge M. Reverte-El País
Es necesario acabar con el aparato asfixiante creado por el independentismo en Cataluña
No me complazcas, no me mientas, no hables por hablar”, era el sabio consejo que daba Silvio Rodríguez, de la Nueva Trova Cubana, a los amantes que escuchaban sus excelentes grabaciones a principios de los años ochenta. Unos consejos que, evidentemente, no fueron seguidos por los gobernantes españoles de esos años y los que continuaron.
El resultado se ha podido ver en varias ocasiones en Barcelona estos días: cientos de miles de personas gritando consignas separatistas en las calles, y otros cientos de miles gritando consignas unionistas.
Esta vez no ha habido discrepancia, al menos en una cosa: en Cataluña hay dos comunidades. Y dígito arriba o dígito abajo, el país está dividido al cincuenta por ciento entre la secesión o la permanencia dentro de España.
Y hay varios aspectos de esta realidad secesionista que a los españoles en general les han dejado pasmados. Desde luego, la amplitud del fenómeno. Pero, además, su profundidad. Los manifestantes hacían gala de un desprecio o a veces un odio extremo hacia España y todo lo que la representa, que no era imaginable salvo para quienes son asiduos a los partidos del Barça en el Camp Nou.
El resultado es chocante para muchos españoles, pero no lo es para los que llevan años viendo crecer a la bicha en Cataluña, viendo cómo en la universidad se llama fachas a los jóvenes que se atreven a aplaudir a la selección de fútbol, o cómo se niegan becas de investigación en Biología Molecular porque no se da el nivel suficiente en catalán, o cómo se tilda de botiflers (traidores) a los periodistas que cuentan las esquinas de la verdad…
Los catalanes que se sienten españoles no se han sorprendido con la extensión del fenómeno, sino por la magnitud del que ellos representan: son muchos y ahora, después del final de la pesadilla de Puigdemont y el soplo de ventilación que Societat Civil Catalana les ha dado, pueden hacerse valer en unas elecciones que les aventuran como fuerza decisiva.
El asunto está a la vez más claro que nunca pero también más difícil de solucionar, porque los partidos políticos tienen que tener en cuenta una realidad que es nueva en su forma de manifestarse: el cincuenta y algo más por ciento que los separatistas han despreciado y humillado, aparece como un público que votará, como es natural, a las opciones que mejor les representen. Mientras, los separatistas tendrán que ofrecer a su clientela, que suman el otro cincuenta, un programa sin ambigüedades que les conduzca en un plazo más o menos dilatado, a la independencia.
La clave, la solución, la pueden dar sólo opciones políticas que tengan algún predicamento en los “bordes” de los dos lados. ¿Existe ese espacio? Miquel Iceta, al frente del PSC, piensa que si. En el lado soberanista no parece haber nadie que vea algo similar. Quizá Santi Vila… Porque, desde la autoproclamada izquierda, Podemos ha dejado de ser una opción creíble para los unionistas.
En Cataluña hay ya dos comunidades diferenciadas. Una de ellas ha hecho un uso ostentoso, obsceno, del poder. La Educación en la escuela pública y la información en TV3, tan manipulada como TVE, han sido usadas hasta la extenuación. Para alcanzar y consolidar una mayoría cultural y política, los separatistas han utilizado sin tasa su poder. Arropado, además, por el placentero bálsamo del victimismo.
El 21-D empieza una larga competición por ver cuál de las dos grandes opciones se va a llevar el gato al agua.
Cualquier dirigente político desearía que su propuesta esté libre de connotaciones autoritarias o represivas. Pero justamente por eso, se debe explícitamente liquidar todo el aparato asfixiante que se ha ido creando durante años a mayor gloria del independentismo y su versión más falseada de la historia o de la actualidad. Nadie medianamente sensato puede querer para sus hijos un profesor de Historia que se sorprenda al escuchar que Madrid fue bombardeada por Franco durante la Guerra Civil.
Las dos comunidades pueden volver a ser una sólo si siguen los consejos que daba el trovador cubano a los amantes: no me complazcas, no me mientas, no hables por hablar. O sea, dime la verdad, aunque no sea agradable, y no pretendas actuar como si yo no existiera.
Nadie, ni siquiera el más chalado dirigente de la CUP, puede querer que Barcelona se convierta en Belfast. Creo yo.
Jorge M. Reverte es escritor.