Durante las concentraciones del 15-M en la Puerta del Sol se concibieron y corearon muchos eslóganes con la clara intención de emular al Mayo francés de 1968, período turbulento que estuvo a punto de acabar con la V República y en el que la creatividad de los alzados contra el orden vigente a la hora de inventar frases provocativas quedó patente. “Prohibido prohibir” y “La imaginación al poder” han quedado como clásicos del pensamiento rebelde antisistema. En el caso español, la multitud reunida en el kilómetro cero acuñó uno que también hizo fortuna: “No nos representan”, gritaban los allí congregados refiriéndose a los miembros del Congreso de los Diputados, deslegitimando así su función representativa y legisladora.
Si bien prácticamente todas las propuestas surgidas de los abigarrados y caóticos grupos de discusión que se formaron en aquellos días efervescentes eran puros disparates, medidas irrealizables o simples idioteces, a la luz de las inquietantes circunstancias de la política española actual, la afirmación rotunda de la falta de representatividad de los ocupantes de los escaños del hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo adquiere una dolorosa vigencia. Es un hecho ampliamente constatado que la Proposición de Ley de Amnistía exigida por los golpistas catalanes para sostener el Gobierno de Sánchez no encaja en la Constitución en vigor. La lista de ex magistrados del Tribunal Constitucional, del Tribunal Supremo, de prestigiados catedráticos de la disciplina, de juristas de probada solvencia, de asociaciones profesionales de jueces y fiscales y de integrantes de los más reputados bufetes de abogados del país, que han desgranado con todo detalle e inapelable rigor las razones por las cuales este engendro jurídico vulnera principios constitucionales esenciales y resulta también incompatible con el Derecho comunitario, es ya tan larga que su sola enumeración debería ser disuasoria para sus impulsores. Por si esta extendida y fundamentada opinión no bastase, el informe redactado por las letradas de la Comisión de Justicia de la Cámara Baja ha puesto por su minuciosa y precisamente argumentada exposición el clavo definitivo al ataúd de la Ley de marras.
Esta burda chapuza es la pistola humeante en manos de Pedro Sánchez y de Francina Armengol que señala de manera inequívoca a los perpetradores de lo que saben perfectamente que es un atropello al Estado de Derecho
El Gobierno es tan consciente de la dificultad de hacer pasar esta norma monstruosa por el cedazo de nuestra Carta Magna que, con carácter previo a su descarada maniobra, tuvo la precaución de reemplazar a un Letrado Mayor del Congreso de tan excelente reputación, vastos conocimientos y fecunda experiencia como Manuel Fernández Fontecha, por Fernando Galindo, una marioneta de la presidenta Armengol, de un nivel netamente inferior al cesado y dispuesto a lo que sea con tal de tener contentos a sus padrinos. Esta burda chapuza es la pistola humeante en manos de Pedro Sánchez y de Francina Armengol que señala de manera inequívoca a los perpetradores de lo que saben perfectamente que es un atropello al Estado de Derecho.
En este contexto, la pregunta que nos hacemos no pocos españoles es a la vez de naturaleza moral y estadística. Veteranos ilustres del PSOE, González, Redondo, Guerra, Leguina, Vázquez, por citar algunos especialmente relevantes, se han manifestado con total rotundidad contra la amnistía. Un líder autonómico del peso de García Page también ha sido públicamente beligerante en este sentido. Consta por opiniones vertidas en privado que un número apreciable de señorías del Grupo Parlamentario Socialista tienen mortificantes dudas o son contrarios al desaguisado. Entonces, ¿Por qué, entre 121 electos no hay al menos media docena que ponga su conciencia por encima de su lealtad a las siglas o su conveniencia personal? Sólo sería un 5%. ¿No hay ni siquiera este mínimo porcentaje de diputados socialistas con la dignidad, honradez y patriotismo necesarios para cumplir con lo que es innegablemente un ineludible deber ético y político?
Cárceles de la mente
La respuesta está en nuestro sistema electoral de listas cerradas y bloqueadas cuya composición decide por sí, ante sí y para sí el jefe de la organización. Todos los socialistas que se aposentan en los sillones del Congreso han sido seleccionados sin excepción por Pedro Sánchez y le deben, por tanto, el cargo, el sueldo, el estatus y gabelas anejas. Su conexión con los votantes es tan tenue que resulta inoperante y su rebelión implicaría ser arrojados a las tinieblas exteriores donde hay que ganarse la vida generando valor real. Sin embargo, los hay que son funcionarios de carrera, profesionales potencialmente autosuficientes e incluso alguno financieramente acomodado, no muchos, pero los hay. Pese a ello, nadie se atreve a desafiar al capo. De la misma forma que las ideologías pueden ser cárceles de la mente, los partidos en España son prisiones de las conciencias. Sea por no perder el modus vivendi, sea por apego a la promoción social que da un acta, sea por miedo, cualquier esperanza de que al menos un pequeño grupo se resista en una coyuntura dramática como la presente, en la que se va a aprobar una ley inicua que liquida la separación de poderes, el legado de la Transición, la igualdad entre los españoles y el prestigio de la Corona, es del todo vana.
Por eso, el eco de las voces que nos llega desde aquella ya lejana primavera de 2011 y que repetían rítmicamente en plazas invadidas de tiendas de campaña “No nos representan”, “No nos representan”, nos alcanza hoy perfecta, triste, alarmantemente audible.