Intentan disimularlo, fingen normalidad, pero en cuanto el charco agita su superficie y una de las ranas da un brinco, nuestros políticos corren a ver el charco, si está más embarrado o menos, a meter un poquito el pie en el agua… ¿Existirían ellos mismos sin el charco? Es la gran incógnita vasca: ¿la obsesión por el charco, no ha terminado por constituir nuestra mejor seña de identidad?
La política vasca, o por lo menos los políticos vascos, constituyen un insuperable ejemplo de la parábola de Lakoff, la de «no piensen en un elefante». Si una persona intenta deliberadamente aguantar un minuto sin pensar en un elefante, lo que hará inevitablemente será� pensar en el elefante. Bueno, pues nuestros políticos parece que hacen lo mismo con el charco vasco. Cada cierto tiempo, normalmente justo después de la reprimenda por la última encharcada, se conjuran para dejar de pensar en el charco. No sirve de nada, dicen, el charco no cambiará, sólo cabe esperar a que el sol y el aire lo desequen, lo mejor es dejarlo sólo, no hacerle ni caso, y así. Pero, claro está, toda esa prédica bienintencionada que se autoadministran sólo provoca una cosa: que sigan pensando en el charco. Intentan disimularlo, hablan de otra cosa, fingen normalidad, pero en cuanto el charco agita un poco su superficie y una de las ranas da un brinco todos corren presurosos a ver el charco, a debatir sobre él, a meter un poquito el pie en el agua, a discutir si está más embarrado o menos, si este verano se secará o no.
Son como esos niños que prometen a sus madres no meterse en los charcos, pero que tienen ya su imaginación metida en él, en ese charco del patio que atrae más que todos los columpios de la escuela. En cuanto puedan, más pronto que tarde, se reunirán en torno al charco para discutir de su profundidad, sus cambios, su contenido, la calidad de su barro y demás apasionantes aspectos de la charcología.
Ahora bien, y siendo compartida la atracción por el charco, también hay que reconocer que algunos niños desarrollan una precoz, intensa y perdurable obsesión charquera. Unos porque les gusta meterse en el charco. Así de claro. Otros porque hacen de la supresión del charco su bienintencionada misión en el recreo. Es una tarea que se imponen: altruista, bienintencionada, y en general de resultados desastrosos. Otros, incluso, consiguen vivir de una abstrusa técnica que han inventado, la supresión dialéctica de los charcos mediante la generalización de la humedad. Muy rentable, por cierto. A todos, en el fondo, es el charco lo que les crea su oportunidad vital, sin el charco tendrían un vacío existencial problemático. En último término, habría que preguntarse: ¿existirían ellos mismos sin el charco?
Y ésta es, en el fondo, la gran incógnita vasca: la de si la obsesión por el charco no ha terminado por constituir nuestra mejor seña de identidad, de manera que, como el hombre de Quevedo, somos una sociedad pegada a un charco superlativo, un charco sayón y escriba, las doce tribus de charcos juntas.
José María Ruiz Soroa, EL CORREO, 25/6/2010