MANUEL MONTERO – EL CORREO – 14/01/15
· El dato más llamativo del País Vasco de los últimos años es la incapacidad de evolucionar que tiene la izquierda abertzale. Nada le hace mella.
Que «no se arrepentirán», aseguraban los presos de ETA en vísperas de la manifestación con la que la izquierda abertzale ritualiza anualmente su apoyo a la memoria sesgada del terror. Puede en este ámbito el anquilosamiento. No arrepentirse, defender la trayectoria histórica, imponer su versión del pasado. Eso es todo, por lo que se ve. A estas alturas la principal función del entramado institucional del radicalismo abertzale consiste en justificar la existencia de ETA. Todo lo demás (independencias, territorialidades, drásticas rupturas sociales) resulta secundario y queda subordinado a la defensa de las brutalidades del pasado: eventuales logros en su línea servirían sobre todo para demostrar que siempre habían tenido razón, que su lucha fue noble y triunfal.
El dato más llamativo del País Vasco de los últimos años es la incapacidad de evolucionar que tiene la izquierda abertzale. Nada le hace mella, sea el fin del terrorismo o el hartazgo de una sociedad que, menos los propios, ve sus poses como un fósil político, un mal recuerdo de otros tiempos. Subsiste su convencimiento de que representan al auténtico pueblo vasco o de que tienen capacidad de dictar qué es la paz.
Al margen de su gusto por renovar la palabrería –por ejemplo, ahora llaman «la base de la paz y convivencia» a los cambios que exigen en la política penitenciaria– se reafirman en sus tics más rancios. Se niegan a condenar el brutal atentado de París junto a los demás grupos parlamentarios, que sería lo mínimo para imaginar que se comparten convicciones democráticas, cuya definición no puede ser de parte. ¿La razón? Discrepan de que la afirmación de que el País Vasco «ha sufrido durante muchos años los efectos criminales del fanatismo», una obviedad. Pues ya nos explicarán qué pasó. Desde luego, no fue un efecto de la tolerancia, la transigencia y la ecuanimidad, que son los antónimos de fanatismo, sin posibilidad de espacios intermedios.
Así las cosas, no extraña que las declaraciones más sonadas que ha realizado el presidente de Sortu hasta la fecha consista en una evaluación histórica –se ha recogido más que sus habituales emplazamientos al PNV para que les secunde–: «Ha merecido la pena la lucha de la izquierda abertzale a favor de la independencia y el socialismo». Lo expresa como un dogma tautológico, sin dar las razones que justifican la afirmación. Cabe pensar que les ha merecido la pena porque la pena la han sufrido los otros. Así cualquiera. El argumento ventajista le sirve para ahorrarse condenas a ETA, a la que le pasa la papeleta de evaluarse, que sean ellos los que digan si también su lucha ha merecido la pena, como si no supiera la respuesta. La única novedad consiste en presentar izquierda abertzale y ETA como independientes entre sí, pero en esto no se atisba otra cosa que un recurso retórico para escurrir el bulto.
No sólo caracteriza a la izquierda abertzale la incapacidad evolutiva. También su autosatisfacción, reiterada, por formar una comunidad diferenciada que se mantiene contra viento y marea. Se ve en sus rituales de congregación de multitudes, que celebra periódicamente. El más importante es el del segundo sábado de enero, por los presos, pero están las concentraciones de rango cultural y festivo, además de las manifestaciones políticas que celebra esporádicamente. Su discurso celebra si gente del PNV se acerca por allí –lo ve como síntoma del inminente triunfo de su pueblo vasco–, pero sobre todo habla de la gran cantidad de gente que ha reunido, de su entusiasmo, de la autenticidad popular que representan. La puesta en escena se repite una y otra vez, sin líderes definidos, abundancia de colectivos especializados, presencia de «agentes sociales y políticos» y sacralización de un concepto propio de derechos («todos los derechos para todos» no incluye los de las víctimas). La parafernalia parece tener como objetivo contarse, saber que la comunidad existe y que mantiene sus señas de identidad, en las que siempre juegan un papel clave los presos de ETA e implícitamente ésta.
Tercera característica, también ancestral y repetida: un imaginario triunfalista. Cualquier gesta propia, incluso una manifestación, desenmascara al Estado y lo deja arrinconado. El Gobierno español queda siempre como un esperpento ante la comunidad internacional, un paria apestado del que huyen todos. No podrán negar ya la existencia de un conflicto, suelen concluir. El pueblo está dando la espalda a quienes no atienden al sentir mayoritario. Una vez más se ha expresado la mayoría política y social del pueblo vasco.
Un misterio de la política vasca lo constituye la reiteración de las mismas evaluaciones y la apariencia de que sus seguidores las asumen como certezas incuestionables, pese a que los tales ‘avances’ sólo existen en el terreno de las fabulaciones. Deben de funcionar, pues de lo contrario tales latiguillos no se repetirían año tras año. Sólo tiene una explicación: la comunidad radical necesita sentirse en movimiento, creerse en el camino del triunfo definitivo. La repetición de un lema acaba convirtiéndolo en artículo de fe. Sobre todo si llega adobado de un victimismo según el cual la culpa de todos los males es de los otros y son los demás los que tienen que realizar cambios para concederles la paz.
La paradoja: el inmovilismo perpetuo se siente así capacitado para exigir a la democracia una regresión para adaptarse a la exigencia de una minoría, que de lo contrario no nos dejará en paz. Al menos, desde el punto de vista ritual.
MANUEL MONTERO, EL CORREO – 14/01/15