José Luis Zubizarreta-El Correo

  •  Centrado el debate en la suerte de quienes más han sufrido, cabe esperar que la solución del conflicto repare en su integridad el daño injusto causado a Ucrania

En este primer aniversario de la invasión de Ucrania por las tropas de Putin -al que amenazan con seguir otros con ordinales de creciente magnitud-, cualquier reflexión habrá de comenzar por el recuerdo de las víctimas. Nada podrá siquiera pensarse con vistas a la superación del conflicto y la reparación de sus devastadoras consecuencias, si no se sitúa a quienes más han sufrido en el centro del debate. Tal ha sido la consternación que ha sacudido a la opinión pública europea por la estremecedora visión de la barbarie, que nada que no redima en su integridad el daño injusto causado podrá resultarle ajustado a la radicalidad del mal que sus ojos han contemplado, día a día y hora a hora, a lo largo de este interminable año del horror. Y es que en muy pocos conflictos han sido como en éste tan nítidamente distinguibles culpabilidad e inocencia.

Procede, pues, sumarse antes de comenzar, al sentir de toda esa gente que ha llorado junto con los familiares de tantos cadáveres tirados por las calles, con tantos desalojados de viviendas arrasadas, con esas multitudes acurrucadas en las escaleras del metro, con los expatriados a países que no han elegido, con los padres que buscan a sus hijos desaparecidos o, quizá, robados, con quienes deambulan sin rumbo sobre campos nevados en busca de lo que saben que nunca van a encontrar y con los que han perdido, en fin, lo que ni siquiera tenían pero esperaban algún día alcanzar. Y sólo así, tras esta evocación que cada uno hará como mejor sepa, podrá empezarse a pensar en cómo salir de esta tragedia en la que una mente enloquecida y depravada ha metido a toda una nación y quién sabe si no al mundo entero.

No se oyen ya, visto lo que se ha visto, opiniones que defiendan falsas equidistancias a la hora de repartir responsabilidades. La decisión soberana de Ucrania en la elección de amigos y aliados ha dejado de formar parte del cúmulo de sofismas que se habían empleado al principio de la guerra para repartir culpas entre las partes. La cuestión se centra ahora en la búsqueda de las condiciones que hagan posible un deseable arreglo que acabe con el enfrentamiento bélico y vuelva a poner las cosas en su sitio. Y, en este punto, el dilema entre victoria o derrota no puede descartarse de manera simplista con asertos tan solemnes como falsos del tipo de ‘todas las guerras acaban en pactos’. La deriva de ésta que estamos sufriendo vira, más bien, en sentido contrario, asentada como está la convicción de que no será viable arreglo alguno que no vaya a interpretarse por las partes en términos precisamente de derrota o victoria. Hay guerras que, una vez iniciadas, llegan hasta tal punto de enquistamiento, que su detención, por deseada que sea, resulta imposible. Ésta quizá sea una de ellas.

El delirante discurso que Putin pronunció esta semana ante la Asamblea Federal de Rusia no hizo sino confirmar ese temor. Convirtió su guerra contra Ucrania en una confrontación global entre dos civilizaciones: la de Rusia y la que llamó, como si a su país le fuera extraña, la de Occidente. Así, quien todavía se resistiera a pensar que Europa o, mejor, Occidente entero estaba implicado en la contienda debió de llevarse una desagradable sorpresa. Querámoslo o no, Occidente somos y así hemos de asumirlo. De nada vale inhibirse, cuando una de las partes, con razón o sin ella, lo ha incluido a uno en la lista de enemigos. Putin ha dado el último empujón, por si falta hiciere, para que hasta los más reticentes, por el sólo hecho de sentirse parte de la cultura occidental, den el paso y se pongan del lado que él les ha asignado.

Siendo así las cosas como colectividad, nos queda aún, a título individual, la duda de si vamos o nos llevan. Quién más quién menos, en esta adscripción forzada, abriga el temor de que, esta guerra mediante, estén dirimiéndose otros intereses que llaman geoestratégicos y que sólo cuando el futuro ponga las cartas boca arriba quedarán al descubierto. La buena fe de mucha gente podría quedar defraudada. Sólo nos queda a día de hoy, demostradas ya nuestras convicciones cívicas y éticas, exigir de los poderes públicos la suficiente gallardía -o comoquiera se llame esa virtud- de decirnos con claridad qué se traen entre manos en sus opacas reuniones. Por de pronto, nada se ha debatido aún entre nosotros en el lugar en que se desarrollan las deliberaciones sobre asuntos tan graves y que tan de cerca nos afectan. No resulte, al final, que los derechos de Ucrania salgan tan malparados como desengañada nuestra ingenuidad.