Carlos Sánchez-El Confidencial

Lo que se ha llamado reconstrucción servirá de poco si no se modernizan las instituciones o se avanza, en paralelo, hacia una concepción más ética de la economía

El profesor Alfredo Pastor recordaba hace unas semanas la importancia histórica del New Deal. No solo por poner en marcha un nuevo modelo económico basado en una participación más activa del Estado para encarar la Gran Depresión, sino también porque significó la creación de una arquitectura institucional capaz de articular esas políticas.

Así es como nacieron instituciones que hoy, ocho décadas después, siguen funcionando, como la SEC, para regular el funcionamiento de los mercados de valores, o la FHA, para asegurar préstamos hipotecarios; lo que unido a la aprobación de leyes como la del seguro social, todavía vigente; la ley de recuperación de la industria nacional, la ley que buscaba equilibrar los precios agrarios o la WPA, que proporcionó empleos no solo a los obreros, sino también a artistas, músicos o escritores, permitió a la economía de EEUU dejar atrás la Gran Depresión. El estallido de la guerra hizo el resto.

La idea de introducir criterios éticos o morales, como se prefiera, en las leyes económicas no es nueva

El propio Roosevelt, en su primer discurso de toma de posesión, en marzo de 1933, había querido darle a su presidencia no solo un carácter político o económico, sino, también ético. La recuperación, dijo aquel día, «no solo reclama cambios en la ética», sino que también era necesario que «la satisfacción y el estímulo moral del trabajo» no se olvidaran en aras de la «irreflexiva persecución de beneficios fugaces».

La idea de introducir criterios éticos o morales, como se prefiera, en las leyes económicas no es nueva, Y, de hecho, la economía fue vista en sus inicios como una ciencia moral. Exactamente igual que lo hace hoy el derecho penal. A nadie se le escapa que detrás de las normas jurídicas se esconden determinados valores colectivos que se plasman en un código penal compartido.

La educación y la transmisión de valores

Es decir, las leyes no son solo un instrumento técnico para conseguir ciertos fines, sino que, además, reflejan unos principios comunes que hay que preservar. Por ejemplo, cuando se gradúa el castigo a los criminales o cuando se aprueban normas en favor de determinados colectivos que la sociedad entiende que son vulnerables. No se está contra la pena de muerte solo porque sea ineficaz para luchar contra el asesinato, sino por razones éticas. La educación, en particular, es el instrumento más depurado de transmisión intergeneracional de ciertos valores que se consideran socialmente aceptados.

No ha ocurrido eso en la economía en las últimas cuatro décadas, periodo en el que se le ha querido dar un carácter técnico desnudo de cualquier compromiso ético, lo que explica que mientras el ensanchamiento de las desigualdades avanzaba, se prestara más atención a factores cuantitativos. El célebre ‘gato negro, gato blanco, da igual; lo importante es que cace ratones’, que le dijo Deng Xiaoping a Felipe González.

Lo importante era crecer, aunque fuera a costa de los valores compartidos, lo que explica la precarización del factor trabajo, la creciente desigualdad a la hora de acceder al sistema educativo o el desprecio por el medio ambiente, aun a sabiendas de que las próximas generaciones recibirán una herencia envenenada.

No estará de más recordarlo en unos momentos en los que España, en medio de la pandemia, como el resto de países, se mira al ombligo para saber qué nos pasa, que diría Ortega, y que ahora se articula a través de una Comisión para la Reconstrucción Social y Económica, así se llama, que funciona a través de diferentes grupos de trabajo sobre salud pública, reactivación económica, políticas sociales o Unión Europea.

La Comisión parlamentaria, como se sabe, ha nacido con mal pie porque tanto el Gobierno como la oposición no han sabido crear un clima constructivo, lo cual no es más que el anticipo de un previsible fracaso ante la evidente estrategia de unos y de otros de polarizar la política para hacerla impracticable. Eso explica que, muy probablemente, sus trabajos caigan en saco roto, lo que significa que, una vez más, como ya sucedió en la República, al contrario de lo que ocurrió en la Transición, España no podrá aprovechar una oportunidad histórica para pensar sobre nosotros mismos al margen de las urgencias de la política diaria.

Una visión economicista

Ideas, sin embargo, hay. Y se están aireando estos días. Pero, por el momento, vuelve a triunfar una visión economicista que hace temer lo peor. Es como si los políticos trataran de repartir el botín que viene de Europa, en total, 116.798 millones de euros, de los que 61.618 millones serán vía transferencia y el resto deuda, sin querer introducir cambios en la arquitectura institucional del país en el plano económico, y que es una de las causas que explican que las crisis golpeen siempre más a España que al resto. Al fin y al cabo, como sostenía el economista Polanyi, «una simple declaración de derechos no basta, se necesitan instituciones que permitan que los derechos se hagan realidad».

Por ejemplo, creando una Oficina Presupuestaria digna de tal nombre dependiente del Congreso para hacer un seguimiento del gasto público basado en evidencias o una reforma del Senado urgente para que realmente sea una cámara territorial capaz de analizar cómo ha funcionado el sistema de transferencias en materias tan esenciales como son la educación o la sanidad.

El coronavirus ha revelado grietas en la capacidad de respuesta del Estado a este tipo de crisis. Algo que exige reinventar el sector público

Entre otras razones, porque ya hay pocas dudas de que el coronavirus ha revelado grietas en la capacidad de respuesta del Estado a este tipo de crisis. Algo que exige reinventar el sector público empresarial para que sea un agente dinamizador de la economía y no un mero contenedor de los restos del naufragio, como sucede con la SEPI, hoy alojada en Hacienda con un enfoque administrativista, y que debería encajarse en el Ministerio de Industria para hacer realmente política industrial.

La idea nada tiene que ver con recuperar el viejo INI, sino más bien con revertir el escaso interés que la política viene prestando a las reformas de la Administración, como ha puesto relieve un oportuno manifiesto coordinado por el profesor Jiménez Asensio.

Elaborar estrategias nacionales no es lo mismo que reivindicar un proteccionismo completamente obsoleto. Por el contrario, es dar una oportunidad al sector público para que sea realmente eficiente y pueda liderar la recuperación sin apriorismos ideológicos que al final hacen al Estado groseramente inútil.

Protegiendo a los suyos

Como han recordado los profesores Rohinton P. Medhora y Taylor Owen, China, por ejemplo, construyó un cortafuegos para proteger a los principales campeones tecnológicos como Baidu, Tencent y Alibaba, y ahora los está ayudando a expandir su alcance a nivel mundial a través de su Iniciativa ‘Belt and Road’, incluso brindando a otros gobiernos autoritarios herramientas de alta tecnología para ayudarlos a mantener el control social y económico.

EEUU, igualmente, también ha defendido agresivamente sus propias compañías de tecnología, en particular Facebook, Amazon, Google, Netflix, Microsoft y Apple, al asegurar reglas internacionales favorables sobre el intercambio y la recopilación de datos. Incluso, amenazando con sanciones a países, como España, que quieren un impuesto digital para aumentar sus ingresos. Como sostienen Medhora y Owen, también la Unión Europa, que no tiene ninguna empresa de tecnología digital competitiva a nivel mundial, ha liderado los estándares y la regulación, los regímenes de derechos de datos y la política de competencia.

Es por eso por lo que algunos han propuesto caminar hacia un Bretton Woods tecnológico, y ahí España debería jugar algún papel. No solo de la bronca política vive un país.

Un informe demoledor

Sin embargo, y pese a retórica oficial, lo cierto, como indica el último informe de Cotec, es que España no ha recuperado todavía los niveles de empleo y de inversión en I+D previos a la crisis, lo que dice muy poco en favor de los últimos gobiernos. No es un problema de recursos. Como recuerda Cotec, en 2018 había cinco países en Europa con menor renta por habitante que España, pero con una mayor apuesta por la I+D: Eslovenia, Estonia, Hungría, Portugal y República Checa. Precisamente, algunos de los países que hoy compiten con España en atraer inversiones.

Este enfoque institucionalista choca, inevitablemente, con los planes de la mayoría del Gobierno —ya circula algún borrador— de destinar los recursos europeos para tapar agujeros en sectores con problemas, como el turismo, la automoción o el comercio, a los que sin duda hay que ayudar, pero sin enmarcar esa política en un horizonte estratégico.

La modernización, obviamente, exige un impulso político que hoy no se ve por ningún lado debido a la creciente canibalización de la política

Y que tiene que ver con la desglobalización, con la robotización de los procesos industriales y su influencia sobre la ocupación, con las competencias digitales en el sistema educativo, con la eficiencia de las políticas activas de empleo o con la transición hacia una economía circular, para lo cual se necesita una modernización de la arquitectura institucional del Estado, y que hoy se ha quedado obsoleta en muchas áreas. Lo cual, obviamente, exige un impulso político que hoy no se ve por ningún lado debido a la creciente canibalización de la política, más interesada por alejar el talento que por captarlo.

A veces se olvida la alta vulnerabilidad de la economía española en sectores como el turismo, que representa más del 14,3% del PIB, o el hecho de que nada menos que el 47% de la fuerza laboral, como ha puesto de relieve un reciente informe de McKinsey, se concentre en empresas con menos de 20 trabajadores, que son las que más sufrieron en la anterior crisis. O los riesgos financieros que puede suponer que España vuelva a tener déficit exterior tras ocho años consecutivos de superávit. Como recordó el viernes el eurodiputado Luis Garicano, las máquinas no se contagian y, por lo tanto, no necesitan distancia social. Alguien debería tenerlo en cuenta ante de que sea demasiado tarde.