Iñaki Ezkerra-El Correo

A falta de un movimiento obrero, la izquierda se ha convertido en una religión

De acuerdo, no siempre ha sido así, pero hoy lo es: la incapacidad para la autocrítica se ha instalado en la izquierda de este país de una forma tan defensiva y ofensiva que resulta aconsejable no sacar ciertos temas -sobre todo, el monotema del Gobierno- en los encuentros con los amigos. Admitiendo que en ambas partes puede haber y hay muchas excepciones -o sea, gente que no responde al cliché-, creo sinceramente que en estos días la derecha está más tratable que la izquierda, más tolerante, más dispuesta a reconocer sus errores, defectos y carencias. Casi diría que ése es su problema. Por eso se halla tan dividida. Uno puede poner en duda el liderazgo de Casado y comprobará que quienes más le dan la razón son quienes le votan. Uno puede comentar que, aunque Cayetana tiene un discurso impecable y necesario, que es el que debería tener Casado, le pierde su estilo sobrado y su don de la inoportunidad. Esto es fácil que te lo reconozcan hasta sus fans más entregados. Uno puede bromear, en fin, sobre los saltos que da Díaz Ayuso del guardarropa de ‘Barrio Sésamo’ al de ‘La casa de Bernarda Alba’ cuando sobreactúa su luto (ese luto que le produce alergia a Sánchez), y lo más que puede encontrar es a quien la defiende por el acoso que sufre de sus propios socios. Sin embargo, de la catastrófica gestión sanitaria del Gobierno no se puede decir nada sin que se te tire alguien a la yugular y te acuse de golpista o poco menos.

Yo recuerdo que en el felipismo había otra tolerancia con la oposición e incluso con el disidente de la propia casa, con el decepcionado. Era otra cultura. ¿De dónde viene esta incapacidad para la autocrítica y este numantino cierre de filas en torno a un caso tan indefendible como el de Marlaska? Lo que resulta aún más paradójico es que estamos ante una izquierda sin desheredados (tanto es así que ya la abolición de la herencia ha dejado de ser una de sus reivindicaciones) y ante un Gobierno que va de social, pero no tiene un solo obrero, nadie que venga de la fábrica ni del sindicalismo, donde, por cierto, sí se fraguó una cultura de la negociación porque el trabajador no podía permitirse romper la baraja con la patronal. Quien se permite romper barajas es el ‘nini’.

A falta de un movimiento obrero, la izquierda se ha convertido en una religión que en términos de fe justifica lo injustificable. En la medida en que se asemeja socialmente a la derecha, trata de diferenciarse ideológicamente de ella y lo logra. Mientras la izquierda cierra filas, la derecha las rompe. Eso tiene para ésta el precio de no llegar al poder. Pero en el día a día es más soportable. Y es que entre cerrar filas y desfilar hay sólo un paso.