No tan débil

EL CORREO 18/10/14
JAVIER ZARZALEJOS

·El nacionalismo mantendrá su capacidad para desestabilizar, pero se engañará si cree que España es una realidad tan artificial y fácil de romper

No hace falta tener el don de la profecía para anticipar que la enésima aventura del nacionalismo, en este caso el catalán, se adentra de nuevo en el fracaso. Que Mas fracase en sus propósitos últimos no significa que esta apuesta carezca de efectos desestabilizadores y divisivos, que los está teniendo en Cataluña. El fracaso de Mas no equivale por sí mismo a dar por superada esta etapa de convulsión, ni nos va a librar de nuevos episodios que previsiblemente no serán menos tensos que los que ya se están viviendo. Pero la peripecia del frente nacionalista de Mas y Junqueras está sirviendo para extender en Cataluña, al menos en voz baja, una constatación que si se hubiera tenido en cuenta antes, habría ahorrado a la sociedad catalana tanto la fractura como la frustración que se adivinan duraderas. La constatación no es otra que la que lleva a reconocer que una cosa relativamente simple es generar un problema político serio pero otra distinta es llegar a deconstruir el orden constitucional de un Estado y desintegrar su realidad nacional como si lo uno y lo otro no existieran o fueran simples productos artificiales de un caduco imaginario centralista.

Lo cierto es que España en las últimas décadas ha resistido con éxito el ataque continuado de una banda terrorista como ETA, alberga a dos nacionalismos que han desvelado sus objetivos independentistas, y tampoco ha contado para fortalecer su conciencia nacional con una gran parte de la izquierda que ha visto en los nacionalismos un útil potencial revolucionario o un componente necesario del antifranquismo, convirtiéndose así, por decirlo en palabras de Andrés de Blas, en un «agente objetivo de desnacionalización y deslegitimación del Estado español en tanto que realidad nacional». Para completar el cuadro, no puede ignorarse los efectos de la apropiación de lo español por parte del franquismo, una apropiación que extendió a la imagen de España como realidad nacional, el rechazo al régimen franquista. A todos estos factores hay que unir la profunda transformación del Estado, en el que la emergencia de la nuevas realidades autonómicas, unas necesitadas de relatos identitarios por construir y otras decididas a reforzar los que tenían, han oscurecido las referencias comunes, reduciendo el ámbito simbólico y afectivo que los españoles compartimos.

Un país aquejado de estos factores de debilidad tendría todas las papeletas para rodar hacia una desintegración acelerada. Y si embargo, llegado el momento, parece capaz de superar sus propias debilidades y manifestar una densidad histórica y cívica que sus detractores suelen subestimar. Seguramente, en ese contexto puede explicarse lo que algunos llaman la ‘profecía’ de Aznar sobre Cataluña –«antes se rompería Cataluña que España»– curiosamente recordada por Iñaki Gabilondo como una clave que los nacionalistas deberían tener en cuenta a la hora de medir hasta dónde quieren llegar en el desafío. Es una paradoja ilustrativa que los nacionalistas sean víctimas de su propia distorsión a la hora de considerar la historia de España. Creen en sus propias fabulaciones y eso les suele conducir a errores de cálculo. Si España fuera lo que las historias de nacionalistas dicen que es, sencillamente no se entendería que hubiera pervivido. Cuesta entender, por ejemplo, que Rafael Casanova fuera a la vez protomártir de la independencia catalana, según el relato catalanista, mientras llamaba a los barceloneses a resistir a las tropas borbónicas en nombre de España y terminara sus días 30 años después ejerciendo apaciblemente su profesión en tierras catalanas. Como tampoco es fácil conciliar la exhibición del Concierto Económico como identidad genética del autogobierno vasco y al mismo tiempo demonizar a Cánovas que lo rescata, asegura su pervivencia y lo inserta en el nuevo orden político de la Restauración. Ahora bien, un éxito propagandístico como es «inventar una abolición foral», en palabras de Fernando Molina, no es una verdad histórica, ni la puede sustituir.

No hay ningún indicio de que el nacionalismo vaya a hacer el mínimo esfuerzo por salir de esa visión de España y de su historia fabricada para su propia justificación. Es una visión que ahonda en la imagen sombría de un país presuntamente carente de densidad histórica, instalado en atraso y la violencia, posible sólo sobre la dominación de otros pueblos, artificialmente unidos en contra de su voluntad. Resulta especialmente delirante la tergiversación de los procesos históricos que están en la raíz de la construcción de España como Estado a partir de la consolidación de una realidad nacional al menos tan clara como cualquiera otra que pueda aducirse en Europa. Lo estamos viendo con el extravagante trabajo de la historiografía nacionalista catalana en ese sentido, la interpretación ‘pro domo sua’ que el revisionismo nacionalista quiere consolidar de acontecimientos y procesos históricos que van desde la unión del condado de Barcelona a la Corona de Aragón y el compromiso de Caspe hasta la extensión del franquismo en Cataluña, pasando por 1714.

A la hora de afrontar el diálogo y de tratar del ‘encaje’ de unos u otros en España se suele pasar por alto el profundo desencuentro al que lleva la persistente distorsión de la historia que el nacionalismo proyecta sobre el presente. Mientras viva en esta distorsión, en su burbuja histórica autorreferencial y victimista, el nacionalismo mantendrá su capacidad para desestabilizar, pero se engañará si cree que España es una realidad tan artificial y fácil de romper.