Pedro Insua-El Español

 

 «Los serios problemas, hoy universalizados, afectan a cada país peculiarmente, lo mismo que ciertas epidemias hacen mayores o menores estragos según sea la previa salud de que disfruten (o no disfruten) los atacados por ella».

Esto decía Américo Castro en el prólogo a su obra Sobre el nombre y el quién de los españoles, y que, parece, viene que ni pintado para retratar la situación coronavírica actual en España. Aquí se trata de atajar una pandemia, que afecta a la nación en su integridad, buscando soluciones por partes, en función de la organización administrativa autonómica, una organización que nada tiene que ver con la estructura geográfica (física y social) de la sociedad española. Se trata de meter en el lecho de Procusto del estado autonómico a una sociedad nacional cuyos vínculos de conexión y cohesión interna nada tienen que ver con la administración «autonómica». Por ejemplo, los lazos de circulación de mercancías y población que se dan entre Barcelona y Madrid son mucho más estrechos y tupidos que los que pueda haber, por ejemplo, entre Madrid y Murcia, a pesar de la «apariencia» de «desconexión» autonómica entre Cataluña y Madrid. Es lo que, al principio de la pandemia, se puso de manifiesto diciendo, con razón, que el virus no sabe «de territorios», es decir, que no se rige, en su modo de propagación, teniendo en cuenta la burocracia administrativa, sino, más bien, según unos criterios geográficos de los que, sin embargo, apenas se habla.

Por ejemplo, la jerarquía urbana española, marcada por el triángulo Barcelona, Bilbao y Madrid, con Zaragoza en el centro, y que pareciera ser el principio que ha regido en esta segunda oleada, es un tipo de morfología geográfica que no se tiene en cuanta, digo, en el ámbito de la «opinión pública», pero tampoco desde el punto de vista de la administración, a la hora de explicar las medidas que se están tomando para combatir la pandemia. Y son estas morfologías geográficas (jerarquía urbana, población flotante, etc), que implican en efecto una nación funcionando, lo que pareciera, desde el espejismo del estado autonómico, como si no existieran. Morfologías y estructuras cuyas dinámicas, sin embargo, desbordan totalmente el ámbito administrativo de una «autonomía» porque, precisamente, hablan de unas relaciones entre las distintas partes geográficas de la nación que son de todo menos «autó-nomas» (con norma propia), sino, más bien, «heterónomas», en mutua codeterminación.

Por eso toda medida, como la que ha tomado ayer el Congreso, que desborde ese ámbito autonómico, y que implique situarse en una perspectiva nacional, siempre parecerá más adecuada. Y lo parecerá precisamente porque la solución de un problema que es nacional, común, no puede solventarse por la vía del “sálvese quien pueda” autonómico, que es lo que muchos, sin embargo, defienden (sobre todo una vez dada la actuación errática del gobierno de la nación). Es verdad, sin embargo, que, si se declara un estado de alama para, a continuación, volver a la toma de decisiones autonómica, entonces lo decidido ayer en el Congreso parece del todo superfluo, un derroche (en un juego de trilerismo entre administraciones, por el que, al final, no se sabe en dónde está la bolita de las competencias).

En cualquier caso, y sea como fuera, quienes se han opuesto o abstenido a dicha medida hablan de inconstitucionalidad (y es que ya parecían estar con la escopeta cargada en ese sentido, al margen de lo que ocurriera en el Congreso), y que les vale para hablar de «totalitarismo», «tiranía» o «dictadura», en referencia al gobierno de Sánchez, cuando, si nos atenemos al articulado relativo al respecto (art. 116 de la CE, Ley Orgánica 4/1981, etc), no es ni mucho menos evidente esa inconstitucionalidad (clarísima, sin embargo, para quienes se oponen). Oposición, con todo, la basada en la inconstitucionalidad, que tampoco se mete en harina pandémica al juzgar la medida, yéndose por la tangente del, digamos, «defecto de forma» constitucional.

Esto le vale a Vox, por supuesto, para luchar contra esos gigantes «socialcomunistas» que, entienden desde el partido verde, inspiran cualquier decisión que toma el gobierno, sea de la naturaleza que sea, cuando, en realidad, el problema está en los molinos autonómicos de la administración del estado, que nada, o muy poco, tienen que ver con el comunismo. Y es que Abascal y compañía, haciendo parodia de sí mismos, han llegado a la conclusión, pero esto ya ocurrió a una semana de la primera oleada, de que los sars-cov-2 se tratan entre sí, unos a otros, de tovarich al propagarse, dibujando la figura, al microscopio, de la hoz y el martillo como perfil.