José Luis Zubizarreta-El Correo
El texto acordado por los expertos constituye un sólido armazón que, si no interfirieran los prejuicios partidistas, bastaría para articular una reforma del Estatuto
La semana pasada, los expertos comisionados por la correspondiente Ponencia depositaron en el Parlamento el resultado del encargo que habían recibido de articular una reforma del Estatuto que, partiendo de las bases acordadas por el PNV y EH Bildu, tratara de cohonestarlas, en la medida de lo posible, con las propuestas de los demás partidos. El desenlace ha sido, en cierto modo, paradójico. El texto entregado representa la posición acordada, aunque con votos particulares, de los expertos designados, no por quienes acordaron las bases, sino por PNV, PSE-EE y Elkarrekin Podemos, quedando fuera del consenso, además de los del PP, los propios de EH Bildu. Con todo, el texto, pese a no representar un acuerdo total siquiera entre sus firmantes, es una muy valiosa aportación que debe servir de punto de partida para la aprobación de un Estatuto que iguale, cuando no supere, el consenso alcanzado en 1979.
De hecho, por mucho que se hayan destacado las discordancias por encima de los acuerdos, el texto entregado recoge lo que cualquier observador enterado juzgaría ser el cuerpo central de un Estatuto. Sólo lo acordado mejora ya hasta tal punto, en extensión y concreción, el texto de 1979, que constituiría un error imperdonable dejar de tomarlo en consideración como base para construir sobre ello el consenso requerido por un Estatuto reformado. Pero, para lograrlo, habría que alcanzar un consenso previo en torno a qué es y qué cabe esperar de un Estatuto de Autonomía en un Estado que no se crea de nuevo, sino que está ya constituido y constitucionalizado.
El comienzo de este imprescindible consenso habría de partir de lo que el artículo primero, de éste y de cualquier otro Estatuto, dice sobre sí mismo, a saber, que se trata de «la norma institucional básica» por la que se rige la Comunidad Autónoma en cuestión. De él cabe esperar, por tanto, un conjunto de reglas, principios y valores con los que quienes hayan sido llamados a gestionarlo se sientan cómodos a la hora de desempeñar sus funciones, independientemente de su condición partidista. No es, en consecuencia, el resultado de una confrontación entre ideologías, en la que una se impone a otra, sino la plasmación de los requisitos comunes que permiten a todos ejercer la acción política y promueven la convivencia en una sociedad, en nuestro caso, radicalmente plural.
Si este consenso previo se alcanzara, muchas de las discrepancias que se han introducido en los votos particulares dejarían de ser obstáculo para el acuerdo. Pasarían a debatirse como aspiraciones legítimas, no en el contexto de la reforma de un Estatuto, sino en la confrontación partidista y la competición electoral. Son discrepancias que tienen más que ver con la ideología de cada uno que con la norma institucional de todos. Las más llamativas son, a este respecto, las que defiende el nacionalismo. Todas ellas -ambiguo concepto de nación, indeterminado derecho a decidir, Junta de Arbitraje de cariz confederal, inquietante, si no vacua, adición de nacionalidad a ciudadanía, etc.- emanan de una interpretación particular de la foralidad que no sólo no es compartida por los demás partidos, sino que ni siquiera se ajusta a la que tiene ya consolidada la Academia. Bajo aquella se oculta la idea de una «reintegración foral plena» que equivale a la recuperación de una supuesta «soberanía originaria» de la que derivan los derechos reclamados.
La pretensión de llevar estos prejuicios al Estatuto choca con dos obstáculos insalvables. El primero, de orden interno, la pluralidad de una sociedad vasca que, como se ha dicho, no asume, en su conjunto, tal interpretación sesgada de su identidad. No estaría, por ello, de más que el concepto entrara a formar parte del artículo primero del Estatuto para explicitar que es precisamente «en expresión de su plural identidad nacional» como Euskadi se constituye en Comunidad Autónoma. Ayudaría a prescindir de ciertas ideas sin renunciar a ellas. El segundo obstáculo, de orden externo, es la Constitución. Ni debe el Estatuto pretender la reforma de la Constitución por la vía los hechos ni debe tal pretensión estirar a capricho unos «derechos históricos» por aquella amparados para situarse al margen de sus normas. Y el verbo ‘deber’ es en ambos casos eufemismo de ‘poder’, ya que la pretensión choca con el límite infranqueable de las Cortes y, en su defecto, del Tribunal Constitucional, que ha dejado clara su postura. Se impone, pues, el realismo, si no basta el respeto a la pacífica convivencia.