IGNACIO CAMACHO-ABC
- El Rey abdicado tiene el deber de facilitar la tarea al reinante. Por lealtad institucional y por responsabilidad de padre
Por muy acostumbrados que podamos estar a la anomalía política y a una polarización social de inequívoca índole sectaria, resulta difícil entender que sea motivo de debate el hecho de que un ciudadano español libre de cargos y de cargas pueda moverse libremente por España. Así, en abstracto, dejando aparte –que es mucho dejar– que ese español sea el hombre que puso en marcha y pilotó el proceso de construcción de la actual democracia. Pero así son las cosas en esta nación ingrata con su propia historia contemporánea, y así es menester analizarlas. No sólo por el periodismo, ni por la opinión pública, ni por las élites dirigentes, sino por las propias partes interesadas. En plural, porque son al menos dos, el Rey abdicado (y expatriado) y el reinante, al que el primero está obligado a poner la tarea fácil por lealtad institucional y por responsabilidad de padre. Hay un trabajo que hacer para normalizar unos viajes que deben y pueden ser normales, y que lo acabarán siendo si ambos saben devolver las aguas revueltas a su cauce.
Hace un año hubo demasiado jaleo. Era el primer retorno tras el destierro (que de eso se trata, para qué negarlo) y don Juan Carlos no fue discreto ni supo aceptar los consejos que ciertas personas sensatas le dieron. El resultado fue que Felipe VI se vio en un aprieto, que es lo que conviene evitar por todos los medios. El impulsor de la Constitución no puede olvidar en ningún momento que la Corona está sometida al criterio del Gobierno, y que en la medida en que sigue llevando el título de Rey sus actos en España permanecen, al menos simbólicamente, pendientes de refrendo. Todo el mundo es consciente de que Sánchez prefiere tener lejos al Emérito. Bien podría mostrarse más proactivo, desde luego, pero siendo como es casi podría considerarse un éxito que se limite a guardar silencio y no le azuce –aunque tampoco le sujete– los perros. El resto lo tendrá que hacer el tiempo.
Ayudaría también que el entorno real no se alarme tanto. Cada retorno del monarca exilado parece desatar en Zarzuela un ataque de pánico. Y, por supuesto, es menester que el visitante cumpla el trato de mantener sus movimientos en el ámbito privado, sin hacer más ruido del estrictamente necesario. Juan Carlos ha de asumir que ha pasado la época de su liderazgo y que no se marchó bajo palio sino envuelto en una ominosa sombra de escándalos. Si no sucede nada raro poco a poco se irán aplacando los ánimos y su presencia dejará de entenderse como un problema de Estado. Incluso es probable que la ciudadanía vuelva a apreciar su inmenso legado y a sentir respeto por un anciano que sólo quiere pisar de vez en cuando su país sin molestar a nadie ni sentirse un extraño. Si antes su reprochable conducta excitó muchos sentimientos republicanos, el ensañamiento desaforado con su figura se va a acabar convirtiendo en una fábrica de monárquicos.