Nostalgia socialdemócrata

EL CORREO 18/04/13
J. M. RUIZ SOROA

Thatcher no fue sino la ocasión histórica para el cambio que reclamaban los fracasos reales, para poner un límite al protagonismo directo de lo público en la economía y comenzar a adelgazar el Estado

El reciente fallecimiento de Margaret Thatcher ha proporcionado a algunos una nueva ocasión para pregonar su muy particular historia de los últimos cincuenta años europeos. Aunque conviene decir que, más que historia, es en realidad nostalgia. El relato nos cuenta que existió un Estado interventor en la economía y en la sociedad que habría llegado a ser el gran benefactor para la mayoría de los ciudadanos allá por los años setenta del pasado siglo, y que fue cruelmente truncado en su desarrollo por las ideas de políticos como Thatcher, Reagan o Khol, o de intelectuales como Hayek, Popper o Raymond Aron. Por culpa de ellos, el Estado de bienestar comenzó a adelgazar y frente a la ‘solidaridad’ (palabra talismán en el universo socialdemócrata), apareció el ‘individualismo’ en su forma más degradada, esa que se supone que considera al ser humano como un ente puramente egoísta y posesivo. Por poner un ejemplo, es la historia que contaba (espléndidamente por cierto) Tony Judt en ‘Algo va mal’.

Como escribió Álvarez Junco a propósito de la obra de Judt, esta explicación para el cambio de paradigma en política económica que tuvo lugar en los setenta parece muy débil. ¿Cómo es que bastaron los escritos de unos cuantos intelectuales y el liderazgo de unos cuantos políticos para convencer a las sociedades occidentales de que abandonasen un modelo económico que les estaba reportando tan grandes beneficios? Sabemos desde Marx, por lo menos, que no son las ideas las que dirigen el proceso del cambio social, y que las personas concretas que encarnan el poder tienen escasa importancia, si alguna, en el desencadenamiento de esos procesos. Por eso, la vulgata socialdemócrata resulta curiosamente idealista (precisamente lo contrario de su filosofía de base que es materialista) porque hace depender de las ideas de dos o tres líderes un cambio económico de enorme magnitud. Unas ideas que, además, son definidas desde una insufrible superioridad intelectual como «las ideas del tendero». Y no digamos cuando endosa a la terna Thatcher/Reagan/Wojtila el desmoronamiento del socialismo real de la Unión Soviética y países adláteres en los ochenta. Demasiado cambio en la estructura sociopolítica del mundo para ser fruto de las ideas de unas personas, por líderes que fueran, ¿no?

Por otro lado, esta historia encierra al final un núcleo literalmente incomprensible: ¿Cómo explicar que la mayoría de los ciudadanos de un país libre –Reino Unido– eligiera reiteradamente a una líder que no hacía sino retirarles prestaciones y derechos? ¿Se trató de un alucinamiento colectivo? ¿Cómo explicar que los socialistas que dirigían otros países –Mitterand, González, Delors– siguieran la misma senda en sus políticas económicas? ¿Fue un caso de abducción? ¿Por qué todo el universo político occidental dejó voluntariamente de incrementar aquellos maravillosos Estados del bienestar? ¿Eran tontos de capirote? ¿Por qué los sucesores de Thatcher en el Gobierno no volvieron al paradigma intervencionista anterior, a pesar de que eran laboristas? Si sólo se tratase de personas e ideas, todo esto resultaría un misterio.

En cambio, si vamos a la realidad económica y social de aquellos años setenta las cosas empiezan a entenderse mejor. En efecto, las políticas keynesianas del ajuste automático del bienestar a través del crédito y el gasto público llevaban ya años fracasando. Pasado el tirón de la reconstrucción posbélica, los ajustes automáticos habían degenerado en situaciones de estanflación, la política económica dirigista basada en el papel determinante del Estado en la economía había comenzado a mostrar sus límites. Roosevelt había puesto de manifiesto con su agresivo intervencionismo que el mercado, el puro mercado, tenía fallos insoportables para la sociedad. Pero en los setenta se empezó a experimentar la otra cara de la moneda, la de los fallos del Estado. Que no existía un Jauja necesario de la mano de Keynes, y que la situación de estancamiento era insoportable.

Thatcher no fue sino la ocasión histórica para el cambio que reclamaban los fracasos reales, para poner un límite al protagonismo directo de lo público en la economía y comenzar a adelgazar al Estado. Sus ideas sobre la libertad individual y la responsabilidad personal encajaban muy bien en el relato de lo que estaba sucediendo, pero no fueron su causa, sólo su música. No son las ideas, sino los intereses, los que mueven el mundo, aunque las ideas actúen a veces como cambios de agujas para los vagones que impulsan esos intereses, advirtió Weber en diálogo con Marx. Durante los veinte años siguientes, al son de esa música, se volvió a la senda de la creación de riqueza y al desarrollo una vez que se redefinieron los papeles respectivos de la iniciativa privada y del aparato estatal. Hasta la próxima crisis, que es donde estamos hoy.

Lezlek Kolakowski escribió con lucidez en esa misma época que las ideas básicas del conservadurismo, el liberalismo y el socialismo son perfectamente compatibles si se abandona el prejuicio ideológico y el sectarismo. ‘Responsabilidad individual’ y ‘solidaridad social’ no son en absoluto principios incompatibles, sólo es cuestión de la política de cada momento encontrar su dosificación práctica correcta. Thatcher encarnó el momento conservador –necesario en su momento– invocando la libertad individual. Naturalmente que fue unilateral y extremosa, era probablemente inevitable. Pero tenía gran parte de razón y sacó del pantano a la economía productiva (y con ella mantuvo la posibilidad de mantener un Estado de bienestar). La socialdemocracia europea lleva mucho tiempo perdida y sin capacidad de análisis en un mundo globalizado, dando palos de ciego y equivocándose de enemigo. Confundir la historia de lo sucedido en el pasado reciente con un cuento moral de buenos y malos teñido de nostalgia no le ayudará a salir del pantano, sino sólo a seguir con sus prédicas y sermones. Si no entiende el pasado, menos entenderá el presente. Y eso es malo para todos, porque es insubstituible.