Los socialistas quieren pensar que lo del Frente de Estella es agua pasada y que el proyecto de reforma estatutaria del PSE permitiría, tras el 17 de abril, establecer en la Comunidad Autónoma Vasca un calco del tripartito catalán. Quizá con Arzalluz y Ardanza eso habría sido posible. No con Imaz e Ibarreche. El frentismo se llevó por delante a los pragmático-cínicos. Quedan los fanáticos.
DIFERENCIA, que no debería pasar inadvertida, entre los discursos de Puigcercós y de Ibarreche del pasado martes: el portavoz de ERC amenaza con independizar Cataluña; el lehendakari habla como si el País Vasco fuera ya independiente y propone iniciar una relación amable con España. Uno vocifera y el otro intenta caer simpático. Diferencia entre dos patologías: la neurosis infantil del catalanismo y la paranoia abertzale. Delirios de un insensato agravio imaginario en el primer caso y, en el segundo, del privilegio en exceso consentido -es decir, con sentido en exceso o con exceso de sentido (en la paranoia hay siempre un sentido que excede), parecen converger en la impugnación de la unidad nacional española, pero, en realidad, divergen y en su divergencia radica la débil esperanza de que la locura no nos contagie a todos.
El discurso de Puigcercós no despierta emociones en los socialistas porque no se aparta del grado cero del discurso arcaico que almacenan los cerebros saurianos de la izquierda. Puro radicalismo pequeño-burgués, que habría dicho el Marx del Manifiesto: a saber, la tríada republicanismo, federalismo, anticlericalismo. No es cierto que la izquierda española viva en el delirio de la última guerra civil. En realidad, no se ha movido mentalmente del cantón de Cartagena. En este año quijotil, tanto a Carod como a Rodríguez Zapatero (et pour cause, a Maragall) se les debería obsequiar con dos versos atrozmente juveniles de Felixmarte de Azúa: «ya eres republicano/ y federal». A salvo de la historia feroz y de sus lobos realmente existidos, nuestras caperucitas rojas se han instalado en la sala de estar de la casa del abuelo Pi y Margall, en torno a un velador agobiado por la caspa, donde se pasan las horas tontas discutiendo sobre el pacto sinalagmático y multilateral como posible vía de refundación del Estado. Las bravuconerías de Puigcercós no arrancaron del presidente del Gobierno ni un mal pestañeo. El tribuno de Esquerra predicaba a un convencido y lo sabía. En rigor, mirando a Rodríguez Zapatero, Puigcercós bramaba para Rajoy. Y en vano, porque ni estaba en la agenda del jefe de la oposición ni lo estará nunca. A Rajoy no le preocupa la atrabilis de los de ERC, sino el abismo que se adivina tras la sonrisa flemática del jefe de Gobierno.
Tanto la filípica votiva de Puigcercós como la reconvención cremosa que Rodríguez Zapatero dedicó a Ibarreche delatan una desdichada incomprensión de la naturaleza del nacionalismo vasco. Ambos -a los dos primeros me refiero- parecen creer que el nacionalismo vasco es asimilable al catalán, quizá con algunos rasgos propios de exageración y frenesí, pero, en el fondo, de la misma pasta. Se equivocan. Las apelaciones de los nacionalistas catalanes al federalismo repugnan a los abertzales. El federalismo está bien, piensan éstos, para los nacionalistas catalanes, los gallegos y la izquierda en general: no para los vascos y vascas, que, en el sentir de Ibarreche, Imaz y compañía, no han sido jamás españoles, no lo son y nunca lo serán. Si las cosas se ponen difíciles, como en vísperas del debate, el lehendakari puede permitirse alguna concesión verbal al federalismo asimétrico que tanto entusiasmaba a un social-austracista como Ernest Lluch, pero es pura retórica para evitar la soledad parlamentaria de la Carrera de San Jerónimo y atraerse el calorcillo amistoso de los catalanistas. Los nacionalistas vascos detestan el federalismo, que atenta contra el principio -contra el mito- de la soberanía originaria e irrenunciable del pueblo vasco. Por cierto, se sentirían tan ajenos a un federalismo europeo como a un federalismo español. La soberanía originaria no es enajenable, ni total ni parcialmente (no puede, por tanto, resignarse en instancias estatales supra o plurinacionales -como piensan Puigcercós y Rodríguez Zapatero- porque no pertenece a los vascos y vascas concretos y concretas, mero epifenómeno histórico, sino a la nación mítica). A socialistas y catalanistas puede resultarles tranquilizadora la suposición de que el nacionalismo vasco transigiría con un federalismo extremoso. Después de todo, es la misma esperanza absurda que alimenta Madrazo, y éste ha demostrado que, pretendiendo creérselo, no se vive tan mal. Sin embargo, además del motivo ideológico mencionado, hay otros de orden pragmático que disuadirían de optar por la vía federal a cualquier hipotético dirigente abertzale que hubiese llegado tan lejos como Ibarreche.
La introducción de la fórmula comunidades nacionales en el vocabulario político de la revolución progresista en curso ha elevado la confusión hasta un nivel que roza la catástrofe semántica. Para el nacionalismo transversal catalanista, la comunidad nacional se identifica con la totalidad de la población catalana, incluyendo a los catalanes abiertamente antinacionalistas, si es que queda alguno. Para el nacionalismo vasco, la comunidad nacional equivale estrictamente a la comunidad nacionalista, y ésta excluye, por supuesto, tanto a los socialistas como a los populares, pero también a los oportunistas de Izquierda Unida, que ya se irán enterando de ello, a su pesar, tras las elecciones del 17 de abril. En cambio, incluye a ETA. Es obvio que las expresiones «vascos y vascas» y «comunidad nacional» son, en boca de Ibarreche o de Otegui, sinónimos exactos de comunidad nacionalista. El plan Ibarreche representa, ante todo, una tentativa de agrupar a todos los nacionalistas, desde el PNV a ETA, en torno a un programa mínimo común. Ibarreche afirma que sólo el asentimiento del Gobierno Español a las condiciones de dicho plan, en el que se plasma la voluntad del pueblo vasco (o sea, de los abertzales), pondría fin al conflicto. Traducción al castellano: sólo si se aceptan las exigencias de los nacionalistas, ETA dejará de matar.
Nada de esto es nuevo. El plan Ibarreche constituye un mero avatar del Pacto de Estella. Lo que sí representa una lamentable novedad es la pretensión gubernamental -es decir, socialista- de tratar el problema a la catalana. Ibarreche no puede ceder ni en una coma, no sólo porque no pueda siquiera imaginarse haciéndolo, sino porque, si negociara de verdad, la comunidad nacionalista estallaría, con imprevisibles pero, en cualquier caso, no muy agradables consecuencias para el PNV y el propio lehendakari. Puigcercós afirmaba el martes que negociar implica estar dispuesto a ceder por ambas partes. No es lo que piensa Ibarreche. La mínima cesión significaría una traición a la voluntad de los vascos y vascas, porque así lo consideraría ETA-Batasuna, y es sabido cómo premia ETA a los traidores. Los socialistas (Rodríguez Zapatero, López, Eguiguren, etc.) quieren pensar que lo del Frente de Estella es agua pasada y que el proyecto de reforma estatutaria auspiciado por el PSE permitiría, tras el 17 de abril, establecer en la Comunidad Autónoma Vasca un calco del tripartito catalán. Quizá con un Arzalluz y un Ardanza eso habría sido posible. No con Imaz e Ibarreche. El frentismo se llevó por delante a los viejos cuadros pragmático-cínicos del PNV. Quedan, como observaba hace unos días José Ramón Recalde, los fanáticos. Lo más sensato y honesto que se oyó el martes en el hemiciclo fue la oferta de Rajoy a Ibarreche para ayudarle a salir del laberinto en el que se ha metido con todos sus vascos y vascas. Las balsámicas promesas compensatorias de Rodríguez Zapatero, por el contrario, han empeorado una situación ya de por sí desastrosa, porque nada irrita más a un paranoico que comprobar que lo tratan como a un crío caprichoso y neurótico.
Jon Juaristi, ABC, 8/2/2005