Novelas

JON JUARISTI, ABC – 18/05/14

· España y su historia se empeñan en contarse siempre las mismas novelas de caspa, prepotencia y resentimiento.

Doña Perfecta Rey, viuda de Polentinos y rica terrateniente, impone su voluntad en la ilustre ciudad de Orbajosa, donde decide sobre famas, vidas y haciendas. Se vale para ello de su fiel Caballuco, cacique y matón local. Doña Perfecta tiene una hija en edad de merecer, Rosarito, por la que mataría si hiciera falta, como cualquier princesa de San Blas. A Rosarito la pretende Jacintillo, joven abogado carlista, sobrino nieto del Canónigo Penitenciario de la catedral de Orbajosa, don Inocencio. Porque Orbajosa, que no pasa de las ocho mil almas, es lo que los ingleses llaman un cathedral town, con obispo y casas de lenocinio detrás de la catedral, al estilo de las Calahorra y Chihuahua de antaño.

A Orbajosa, «ciudad de ajos» o urbs augusta, según una etimología ambigua, llega en pleno Sexenio Democrático, desde Madrid, Pepe Rey, joven ingeniero liberal y sobrino carnal de doña Perfecta. Esta y su hermano Juan, padre de Pepe, han planeado casar al ingeniero con su prima Rosarito, para que las tierras de los Rey y los Polentinos queden en la familia. Los primos se enamoran, y todo parece marchar de acuerdo con los designios de sus padres hasta que don Inocencio se mete por medio y consigue enemistar a Pepe y a doña Perfecta, atizando las diferencias políticas entre uno y otra. A partir de entonces, la terrateniente y el canónigo arruinan al pobre ingeniero a base de pleitos y más pleitos por lindes y mojones. Doña Perfecta prohíbe a Pepe que vea a su prima, y cuando éste, con la complicidad del jefe de la guarnición militar, trata de llevarse a la chica, lo hace asesinar por Caballuco.

Rosario se vuelve loca y todo termina como el ídem de la aurora. Don Benito Pérez Galdós concibió Doña Perfecta, una combativa novela de tesis, durante los años de la tercera guerra civil española del siglo XIX y la publicó en 1876. Fue un puntazo. Tanto, que una legión de novelistas del fin de siglo trasladaron con bastante éxito el mismo esquema narrativo a distintas ciudades españolas. A Bilbao, por ejemplo (así, Orbe, Aranaz Castellanos o Blasco Ibáñez, que explotaron el filón galdosiano combinando levíticas brumas vascas y anticlericalismo obrero).

Pero Galdós no se había inspirado en una ciudad industrial, sino, como es sabido, en alguno de los focos de carlismo episcopal de la España isabelina: Coria, Burgo de Osma o, más probablemente, Astorga. Las dos versiones cinematográficas de la novela, la mexicana de Alejandro Galindo (1951) y la española de César Fernández Ardavín (1977), con Dolores del Río y Julia Gutiérrez Caba –respectivamente– en el personaje epónimo, evitaron toda referencia geográfica concreta. En vano, porque España y su historia se empeñan en contarse siempre las mismas novelas de caspa, chulería, prepotencia, enchufismo, resentimiento, provincia y sangre. Con cuatro o cinco elementos fijos y una combinatoria asimismo limitada.

A lo sumo, cambian los medios de transporte y la panoplia, y así se pasa del tren de carbonilla y del simón mulero de don Benito al mercedes y del fusil de chispa a la mágnum no sé cuántos, pero las dramatis personae y el repertorio pasional permanecen, y en ellos reconocemos la genialidad galdosiana, que atraviesa los límites entre la novela de tesis y la novela negra. Caducan el carlismo y el liberalismo y se vacían la catedral bonita y el hospicio con jardín, y el ramo verde de la canción leonesa que le gustaba tanto a Blas de Otero se convierte en un alijo de marihuana, pero la España de Galdós prevalece y se reescribe sin tregua sobre una falsilla de elecciones europeas y primas de altísimo riesgo como Rosarito Polentinos.

JON JUARISTI, ABC – 18/05/14