Vómitos

IGNACIO CAMACHO, ABC – 18/05/14

· En el mundo virtual ha de regir la misma ley que en el real, aunque se haya convertido en último refugio de los canallas.

Ha de ser como en la calle. Ni más ni menos. Como en la vida «real», que es la única que existe. Si calumniar a un ciudadano, proferir injurias graves o incitar a la violencia son conductas con alguna clase de castigo contemplado en la ley cuando tienen lugar en ámbitos físicos normalizados, no existe ninguna razón para que gocen de impunidad en el mundo virtual. Si por el contrario se trata de meras transgresiones del decoro, moralmente detestables pero amparadas por la libertad de expresión en todos o en algunos casos, habrá que permitirlas también en las redes sociales. Lo que carece de sentido es legislar para internet; no sólo porque muchas personas lo interpretarán como una injerencia restrictiva del Estado, sino porque no merece la pena dignificar con el Derecho Penal la ruindad de ciertos miserables.

Podría ser procedente, sin embargo, regular el funcionamiento de la maraña tecnológica para evitar que el anonimato ampare a los antisociales, a los resentidos y a los cobardes. A los que cobijan el odio en la impunidad de los seudónimos. Ya hay al respecto jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos; sí, el que se cargó la doctrina Parot, por cierto el mismo día en que consideró a un periódico responsable de los comentarios ofensivos de sus lectores. El ejercicio de la libertad conlleva la asunción de responsabilidades sin parapetar el abuso en el burladero de los grandes conceptos de la democracia. Resulta una ignominia escudar el matonismo en las garantías de reserva y de incógnito pensadas para proteger a quienes viven oprimidos en sociedades autoritarias.

La polémica social abierta por las vergonzosas reacciones al asesinato de Isabel Carrasco ha dejado también su pedagogía positiva. Se ha producido una explosión alarmante de rencor malvado pero muchas personas decentes se han abochornado ante esa oleada de vómito moral. Twitter ha quedado retratada en la conciencia colectiva como un espacio donde encuentran cobijo demasiados energúmenos, tarados y fanáticos.

El desprestigio que ha sufrido esa red en pocos días es palmario; de repente numerosos usuarios se han sentido incómodos como quien se encuentra en un bar rodeado de chusma exaltada. La culpa no es del sitio, claro, pero a nadie le gusta estar en un local frecuentado por tipos de mala calaña. Para una compañía que cotiza en Bolsa debe de haber sido una experiencia ingrata ese estigma que tal vez conduzca a sus responsables a revisar sus reglas de admisión y comportamiento.

Ahí debe de quedar el debate, sin traspasar el contorno legislativo, esa tentación intervencionista de los políticos. Ya existen leyes; aplíquense las que se puedan aplicar. Lo que ha quedado de esta tormenta de infamia es la convicción de que conviene medir la presencia en lo que, parafraseando al doctor Johnson, cabría definir como el último refugio de los canallas.