ABC-JON JUARISTI

Sobre ficciones necesarias para soportar la campaña electoral

« LA campaña electoral estuvo formidablemente animada. El descontento del elector abría más que nunca las opciones de victoria, derrota y embrollo. Fontanero, la favorita, tuvo que emplearse a fondo. Había candidatos animalistas, ecologistas, anarquistas, democristianos, independentistas, neofascistas y luditas, además de coaliciones inclasificables integradas por playboys, magos y taxidermistas». No es, aunque lo parezca, una referencia anticipada a las elecciones del 28 de abril, sino un párrafo de La familia Berlín, la última novela de Fede Durán, recién publicada por Reservoir Books, uno de los libros más divertidos y mejor escritos de esta década que va muriendo, y, por tanto, una lectura muy recomendable para atravesar el mes que se nos viene encima sin sucumbir a la náusea. Durán (Cádiz, 1977) periodista y autor de un par de novelas, ha conseguido hacer de la segunda de ellas una obra maestra.

Fede Durán rinde homenaje –ya desde el título mismo de La familia Berlín– a una tradición narrativa compleja que integra al menos dos linajes: el de las sagas de los grandes novelistas judíos del siglo pasado (Isaac Bashevis Singer, un segundo Dostoievski, según afirma uno de los personajes de la novela, es mencionado explícitamente, y su familia Moskat encuentra un reflejo esperpéntico en la familia Berlín; no así, otras dos presencias tácitas, la del Comeclavos de Albert Cohen y la de Philip Roth) y el del realismo mágico (muy en particular, Gabriel García Márquez). La saga –es decir, la novela sobre una familia a lo largo de varias generaciones– es asumida por Durán como objeto de parodia, casi a la manera de Woody Allen, a una de cuyas películas (Zelig) se alude literalmente, pero cuyo nombre aparece hibridado con el de uno de los compañeros de Mickey Mouse: Gooffy Allen. Si ya en las sagas de la tradición narrativa judía posterior a la Segunda Guerra Mundial el sesgo paródico es evidente (incluso en Cien años de soledad, de García Márquez, una saga cripto judía, según el finísimo análisis de Sultana Wahnón), Durán somete el género a un tratamiento paródico de segundo grado, recurriendo para ello al cine, al cómic y, no pocas veces, a variedades desafiantemente gamberras de la cultura pop.

El desmantelamiento de la novela familiar en la cultura europea ha discurrido generalmente por el cauce del psicoanálisis desde la primera tentativa literaria de ese tipo, Moisés y la religión monoteísta, de Freud. Pero Durán no escoge esa vía, sino, como ya he adelantado, la del esperpento. El Moisés de Freud despliega con pretensión erudita un chiste judío (entendiendo por tal, en la mayoría de los casos, un chiste antisemita contado por un judío): Freud fue un gran conocedor y divulgador de chistes judíos, y no hay chiste judío más extremo que hacer de Moisés un egipcio (su inversión, asimismo extrema, sería descubrir en Hitler un judío, lo que ya se intentó con Wagner). Durán prefiere el esperpento, porque el esperpento no va de familias ni de religiones. Va de naciones. O sea, va de España.

El mundo de La familia Berlin, la Provincia que Duerme, es un fractal geográfico de la nación que pudo haber sido y no fue, y en ese mundo al norte de un Estrecho, con sus pueblos de pescadores ya roídos por el turismo y la urbanización compulsiva, conviven gentes de las Tres religiones y gitanos con cabras y mucho traficante de ojén. Y hay thriller y aventuras iniciáticas de infancia, no al modo de Harry Potter, sino de Cuéntame y del Petit Nicolas (el de Sempé y Goscinny), tirando todas a Guillermo Brown, y hay novela erótica y episodios norteamericanos, pero, sobre todo, hay amenidad, inteligencia y un prodigioso dominio del idioma.