TSEVAN RABTAN-EL MUNDO
El autor valora la sentencia del Tribunal Supremo sobre el ‘procés’ como un triunfo del Estado de derecho frente al independentismo, que intentó imponer en Cataluña una democracia sin procedimientos.
El Tribunal Supremo, además del delito indiscutible –la desobediencia– y del delito «técnico» –la malversación– tenía que escoger entre tres posibilidades legales a la hora de juzgar los hechos de septiembre y octubre de 2017: la absolución, la sedición y la rebelión. Para condenar, los hechos habían de adecuarse completamente al delito aplicando los criterios normativos y axiológicos propios de un derecho penal democrático; en caso de duda, debía optarse por la respuesta menos gravosa para los acusados; y ni las razones de Estado ni las consideraciones políticas debían tener hueco, porque los jueces no aprueban las leyes, sino que las aplican.
En la sentencia, el tribunal ha optado por la sedición. Nadie duda –ni los acusados– de que su fin último, la secesión sin reforma constitucional, es un fin prohibido. Tampoco hay duda de que los acusados utilizaron medios ilegales, parlamentarios y ejecutivos. Pero sí la había sobre la presencia de un alzamiento violento. Para defender que los acusados habían instado y contemplado una violencia decisiva para la consecución del fin prohibido se hacía preciso estirar los hechos artificialmente, convirtiendo algaradas no especialmente truculentas –compárenlo con lo sucedido en Francia con los llamados chalecos amarillos, por ejemplo– en el condimento que completaba el tipo. Pero el alzamiento violento no es una especia en la rebelión; es su ingrediente fundamental, el arroz de la paella. El Tribunal Supremo lo establece con claridad: la violencia en la rebelión ha de ser instrumental y funcionalmente adecuada para producir, por sí misma, el fin prohibido. Por sí misma, no se olviden de esta locución adverbial. De hecho, el tribunal ha ido más lejos –en el único punto relevante que no comparto– y ha considerado acreditado que el falso referéndum no buscaba la secesión, sino el chantaje, por lo que faltaría también el elemento intencional. Los jueces, para ello, se han basado en los testimonios de políticos secesionistas, en el del lehendakari Urkullu sobre los últimos días de octubre de 2017 y en el comportamiento, digamos, poco heroico de los acusados y los huidos tras la aplicación del artículo 155 de la Constitución.
Por el contrario, los hechos sí se adecúan de manera natural y sin forzamientos a la sedición. Los encausados utilizaron la masa como elemento disuasorio frente al Estado. Fingieron –con una mendacidad chulesca– que intentarían evitar lo que estaban instigando e instigaron lo que no querían impedir: un escenario en el que se doblaba el espinazo a los tribunales. Algo especialmente grave porque ¡ellos también eran el Estado! De hecho, la sentencia reafirma el deber especial de las autoridades públicas de garantizar la persecución de actividades ilegales, más aún si se dirigen a dinamitar las instituciones. No se ha probado que quisieran y se representaran un alzamiento violento como palanca para la secesión, pero sí se describe en la sentencia una miríada de hechos, imposibles de interpretar de otra forma en su conjunto, que acreditan el diseño de un plan sedicioso completo, anclado en la deslealtad y el deseo de impedir u obstaculizar el trabajo de los servidores del Estado, que se desplegó por todo el territorio catalán. Las creencias últimas de los acusados sobre la consecución del objetivo final, la naturaleza tragicómica de sus andanzas y la posibilidad de que pudieran ser conscientes, a partir de cierto momento, de que estaban pedaleando en una bicicleta imaginaria, son nonadas a estos efectos. Como no importa –pese a que me cueste personalmente creer que no vivieran en el delirio de la inminente secesión a la vista de tanta manifestación infatuada urbi et orbi antes del hundimiento– si pensaron que el esperpento facilitaría sus carreras personales, si se rajaron a última hora o si buscaron desde el principio crear un escenario ventajista para una «negociación» con el Estado, como declara el tribunal. Lo que importa es su contribución nuclear en la creación de un escenario tumultuario de desconocimiento masivo de la ley y de las decisiones de los tribunales.
Es esta una sentencia de enorme vuelo, clara y ordenada, que responde de forma extensa y razonada a todas las alegaciones de supuestas infracciones de derechos fundamentales. Casi media sentencia se ocupa de esta materia. De hecho, el análisis del supuesto derecho a decidir, que refuta, para quien quiera leerlo sin orejeras ideológicas, la indigerible pasta que los secesionistas llevan vendiendo desde hace años, se convertirá en un texto de referencia por su apabullante brillantez. En Marbury contra Madison, el caso más trascendental de la historia del derecho estadounidense, el presidente de su Tribunal Supremo, John Marshall, involucrado políticamente en la controversia, logró la proeza de que un acto gubernamental declarado válido e ilegal –derecho cuántico del siglo XIX– sirviese para parir una vacuna ubérrima: al atribuir al tribunal la facultad de declarar la inconstitucionalidad de cualquier ley, fijó en mármol la supremacía de la constitución democrática escrita. La sentencia contestó la pregunta retórica «¿Para qué limitamos los poderes y por qué lo hicimos por escrito, si los afectados por esos límites pueden pasarlos por alto?» instaurando la máxima de John Adams: «una nación gobernada por leyes, no por hombres».
ESTE FAMOSO episodio constituye una página más del enfrentamiento secular entre democracia y dictadura, manifestado a menudo como guerra cultural. Muchos, en tantos lugares y tiempos, han disfrazado sus húmedos sueños tribales e ideológicos, trufados de esa siniestra aritmética que enciende las antorchas de la tiranía mayoritaria, vistiéndolos como la expresión más pura de la democracia. Este travestismo insidioso se combate insistiendo mil veces en que no existe la democracia directa –ni siquiera el referéndum lo es–, no existe la democracia sin procedimientos, no existe la democracia sin límites y no existe la democracia sin ley escrita y sin control democrático. Cuando el gobernante busca legitimarse auscultando el latido del pueblo, que solo él es capaz de interpretar, alimentando la frustración y los instintos, para desbordar su poder legítimo y atribuirse capacidades originales, expropiando derechos e ignorando los límites que embridan y racionalizan la discusión de los conflictos políticos y sociales, reproduce, una vez más, el milenario camino fácil que tanto mal ha provocado en la historia de los hombres.
Como decía al principio, este es el remedio que la civilización se dio para evitar ese mal. El remedio no es la decisión concreta, sino la autoridad moral para dictarla y hacerla cumplir. Toda sentencia puede discutirse, también esta. Lo indiscutible es que es nuestra. De todos los españoles. La dictan los operarios, pero nos pertenece.
Tsevan Rabtan es autor de Atlas del bien y del mal (GeoPlaneta, 2017).