Dice el periodista británico Thomas Fazi en la revista Unherd que se avecina una ola de desobediencia civil provocada por la incapacidad de las élites políticas occidentales para gestionar las actuales crisis económica, geopolítica y energética con un mínimo de sentido común. Es decir, para garantizar el nivel de vida del que han disfrutado los ciudadanos de las democracias liberales hasta hoy.
Fazi propone como solución «más democracia». Pero es precisamente la democracia lo que ha aupado al poder a esas élites incompetentes que él mismo desprecia.
Que la democracia sea el peor sistema de gobierno posible, excepción hecha de todos los demás, no impide reconocer que esta alberga la semilla de su propia autodestrucción.
Lo explica Jason Brennan en Contra la democracia. Un libro que defiende una epistocracia de voto censitario en la que el sufragio universal se module en función de parámetros como el nivel de conocimiento de los asuntos públicos, entre muchos otros. Léase Starship Troopers de Robert A. Heinlein para más información.
De ello también habla, por cierto, Bryan Caplan en El mito del votante racional e, indirectamente, La tiranía de la igualdad, de Axel Kaiser.
Cuando le pregunté a un conocido politólogo español por ello, su respuesta fue que la democracia no es la búsqueda de la solución más racional para un problema concreto, sino sólo un método de averiguación de cuál es la creencia mayoritaria en una sociedad determinada (por absurda que sea dicha creencia). Algo que, en la práctica, nos deja en manos de la superstición de moda en un momento histórico X.
Algo, también, que borra las diferencias entre democracia y populismo y entre populismo y oclocracia (que es el gobierno de la muchedumbre de voluntad viciada). Porque es el Estado de derecho el que sostiene en pie las democracias occidentales, no la democracia la que sostiene en pie los Estados de derecho occidentales.
Y la prueba de ello es su respuesta a la siguiente pregunta.
¿Preferiría usted vivir en un Estado de derecho sin democracia o en una democracia sin Estado de derecho?
O su respuesta a esta.
¿Por cuánto dinero renunciaría usted de por vida a su derecho al voto?
Esa cifra, sea cual sea, es el precio en el que usted valora la democracia. Unos pocos millones de euros.
Lo dijo también Cayetana Álvarez de Toledo cuando la entrevistamos para EL ESPAÑOL tras la publicación de su libro Políticamente indeseable. Uno de los debates del futuro es el que enfrentará a las autocracias que sean capaces de garantizar el nivel de vida de sus ciudadanos (¿China?) contra las democracias (¿EEUU?, ¿la UE?) incapaces de garantizárselo.
Por supuesto, la capacidad de transigir de los ciudadanos con la voluntad de la mayoría tiene un límite en una democracia.
Es difícil imaginar, por ejemplo, que los ciudadanos aceptaran mansamente a un ministro de Sanidad que propusiera sustituir todos los tratamientos contra el cáncer por homeopatía. O a un ministro del Interior que propusiera disolver a la policía para acabar con la delincuencia. O a un ministro de Educación que propusiera aprobar por decreto a todos los alumnos para mejorar su formación intelectual.
Y, sin embargo…
…en España hemos tenido a una ministra de Sanidad (Leire Pajín) que lucía una pulsera Power Balance. Es decir, a una ministra de Sanidad que creía en la magia.
…en los EEUU, el movimiento Defund the Police (traducible por «dejemos de financiar a la policía») ha calado incluso en una buena parte del Partido Demócrata.
…en España, la Ley Celaá permite a los alumnos pasar de curso sin límite de suspensos.
Ninguna de estas barbaridades supera sin embargo en irracionalidad a la política energética defendida por la UE durante las últimas décadas y que en España llega a su paroxismo con el rechazo de la nuclear y el fracking y con la confianza ciega en unas energías renovables por las que se ha sacrificado una buena parte de la riqueza nacional.
[El sector energético apoya el plan del PP de bajar impuestos al gas, estudiar el ‘fracking’ y prorrogar las nucleares]
Ni siquiera la evidencia de que esas energías renovables han fracasado durante esta crisis energética y se han mostrado incapaces de garantizar el suministro de energía necesario en economías pesadas como las de la UE ha servido para descabalgar a nuestras élites de sus fantasías sobre un futuro verde construido sobre una montaña de desiderátums y las visiones edénicas de Henry David Thoreau y Thomas Malthus.
Autores a los que, por cierto, muy pocos ecologistas han leído.
A la evidencia de que nuestras economías necesitan el gas y la energía nuclear, los defensores de las actuales políticas verdes suelen responder exigiendo «más políticas verdes». Algo muy parecido a aquellos que defienden que el comunismo fracasó porque no se aplicó bien, o que la solución a las crisis económicas generadas por el intervencionismo es más intervencionismo, más redistribución y más presión fiscal.
No hay ahora mismo un problema mayor en la UE y con tanta capacidad para acabar con las democracias liberales que el energético. Porque con la energía caerán la industria, el transporte y el sector primario. Y entonces, ¿a quién le importará ya la democracia?
Pero nuestras élites políticas siguen empeñadas en aplicar homeopatía (es decir, termostatos capados, tenebrismo lumínico y subidas fiscales) a ese cáncer que está haciendo metástasis en nuestras economías. El objetivo no es ya solucionar el problema, sino engañar a los ciudadanos para que estos se convenzan que miles de pequeños gestos inanes serán capaces de suplir esos 700.000 millones de euros en gas y 150.000 millones en petróleo que descansan en el subsuelo español y que el Gobierno rechaza explotar porque, ya saben, Thoreau y Malthus y el sol y el viento.