Isabel San Sebastián-ABC

La ofensiva contra el «pin parental» no defiende la libertad, sino el monopolio del pensamiento políticamente correcto

Salvo prevaricación flagrante, dudo que la denuncia aireada por el Gobierno contra el llamado «pin parental» llegue a buen puerto en los tribunales, en el supuesto de que finalmente se presente. El artículo 27 de nuestra Constitución establece claramente: «Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones», y sobre esa base legal descansa el sistema de control puesto en marcha por la comunidad autónoma de Murcia, que permite a los progenitores autorizar o no la asistencia de sus hijos a determinadas actividades extracurriculares destinadas a impartir enseñanzas insertas en ese terreno resbaladizo de lo religioso y lo moral. Podrá gustar más o menos la iniciativa, pero es incuestionable su carácter constitucional. La brutal ofensiva del Ejecutivo contra esa medida no pretende por tanto defender ninguna libertad, sino salvaguardar el monopolio del pensamiento políticamente correcto que ostenta la izquierda. Un monopolio cuya preservación pasa necesariamente por ejercer un dominio absoluto sobre los medios de comunicación, con especial acento en las televisiones, y por supuesto someter el sistema educativo a un férreo control ideológico, que es de lo que se trata. Nuestros hijos son nuestros a efectos de manutención y responsabilidad, pero los niños son suyos. Campo fértil abonado para su siembra sectaria. Cera virgen de su propiedad, sujeta a su manipulación.

Personalmente el «pin parental» se me queda corto y sesgado, toda vez que parece centrarse exclusivamente en charlas y talleres relativos al sexo, dejando fuera la política, cuando en mi humilde opinión es mucho más peligroso para la salud democrática de una sociedad el adoctrinamiento implacable del que son víctimas sistemáticas los chicos catalanes y vascos, entre otros, que cualquier planteamiento de opción sexual, dentro de las legales, desde luego. La precisión resulta pertinente, dado que circula por las redes el vídeo de una entrevista en el que se ve a la nueva directora general de Diversidad Sexual y LGTBI, Boti García, relatar arrebolada al vicepresidente, Pablo Iglesias, cómo mantuvo una relación afectivo-sexual con una alumna suya de 17 años. ¿Se imaginan la escandalera que se habría montado si un hombre heterosexual alardeara públicamente de haber seducido a una estudiante menor de edad sobre la que ejerciera un evidente poder en calidad de profesor? Tal revelación contravendría frontalmente los cánones de la ideología dominante, por lo que resulta impensable. La historia narrada por la señora García, en cambio, goza de bula total entre las feroces guardianas de la pureza feminista, por ser su protagonista lesbiana o por su proximidad a Podemos, tanto da.

No es éste el único documento gráfico revelador. Existe otro, no menos inquietante, que muestra a la exvicepresidenta socialista, María Teresa Fernández de la Vega, exponiendo ante unas escolares en clase: «Existen dos modelos diferentes. El modelo que representa un presidente de izquierdas, que mira para el futuro, que es optimista, que cree en la gente, en los pobres, en las mujeres, y otro modelo, que es el modelo del miedo y mira al pasado. El modelo del futuro es Zapatero, el modelo del pasado es Rajoy». Sin despeinarse.

Esta propaganda descarada, empleada desde hace décadas en los colegios de Cataluña para inculcar independentismo azuzando el odio a España, o en los del País Vasco con el fin de presentar el terrorismo de ETA como un «conflicto» entre dos bandos, constituye el alimento ideológico con el que la izquierda y sus socios han venido cebando a nuestros hijos, que consideran «sus» niños y futuros votantes. Totalitarismo puro.