Isabel San Sebastián-ABC

  • Podemos desaparece en Galicia, cae a plomo en el País Vasco y hunde en el fracaso a Iglesias

Alberto Núñez Feijóo alcanzó ayer el Olimpo de las grandes figuras políticas al lograr una cuarta mayoría absoluta que le garantiza la misma comodidad con la que gobernaba hasta ahora. El presidente de la Xunta hizo una apuesta arriesgada que se ha revelado acertada al concurrir a las urnas en solitario, rechazando la compañía de un Ciudadanos cada vez más ambiguo en sus planteamientos ideológicos, amén de muy venido a menos, cuyas pretensiones eran, además, desorbitadas. Los gallegos brindaron un respaldo elocuente a esa decisión. Premiaron su excelente gestión no solo de la pandemia, sino de la comunidad a la que sirve desde hace ya tres mandatos, apoyaron su capacidad de diálogo en absoluto exenta de firmeza en la defensa de los principios esenciales y bendijeron su forma de entender el galleguismo, totalmente compatible con una lealtad sin fisuras a la Nación y la Constitución. En definitiva, lo encumbraron como el vencedor indiscutible de la jornada.

Núñez Feijóo barrió del campo de juego al tridente de izquierda, extrema izquierda y separatismo que se había armado contra él con la pretensión de instalar en Santiago, hogar de nuestro santo patrón, un Frankenstein semejante al que, por desgracia, rige los destinos patrios. Lo trituró con la fuerza de su discurso sensato, su buen hacer al frente de la Xunta y su acreditada experiencia. Demostró un liderazgo capaz de mantener sólidamente unido el voto de centro-derecha en torno a su candidatura y obtuvo para el PP una victoria histórica, abrumadora, inapelable, de la cual será preciso extraer conclusiones de largo alcance en la calle Génova.

Y si el triunfador indiscutible del día fue Feijóo, el papel de derrotado recayó sin lugar a dudas en Pablo Iglesias. Su «marea» podemita resultó borrada del mapa y sustituida por un BNG que se alza con la representación de ese espacio de radicalidad, aliado al socialismo, ante el cual los gallegos volvieron a levantar un dique de contención sólido. Galicia se convirtió así en el primer gran tropiezo de la formación morada, que también pinchó en el País Vasco y empieza a pagar el precio de los escándalos en los que se halla inmersa su cúpula dirigente. El caso Dina pasó una merecida factura y sus sueños de formar un tripartito en Vitoria con los socialistas y los proetarras se desvanecieron ante la nueva victoria acrecentada del PNV, sempiterno ganador en su territorio, que volverá a encontrar en el PSE la muleta dócil en la que apoyarse para administrar su feudo cual dueño y señor del caserío. Allí el constitucionalismo se convirtió hace ya años en algo meramente testimonial, irrelevante, tras la traición de los del puño y la rosa y el daño infligido al Partido Popular de Jaime Mayor y María San Gil, que Iturgaiz no fue capaz de reparar.

Fue precisamente una debacle de la derecha nacional en unas elecciones autonómicas vascas lo que llevó a la dimisión de Manuel Fraga al frente de Alianza Popular y el arranque de un proceso que culminó con la fundación del PP y el liderazgo victorioso de Aznar. Toda comparación es odiosa, pero tal vez haya llegado la hora de plantear una profunda reflexión al respecto. Porque urge desalojar al tándem social-comunista que ocupa a día de hoy la Moncloa y necesitamos perentoriamente un caballo ganador. Más allá de cálculos o calendarios personales, a España se le acaba el tiempo. No puede desaprovecharse ninguna oportunidad más.