JAVIER RUPÉREZ – ABC – 09/07/16
· Hay que extender sin reticencias una calurosa bienvenida a Barack Obama, el presidente de la nación democrática más poderosa y próspera de la tierra con la que nos unen lazos profundos de entendimiento, cooperación y alianza. Pero también conviene examinar la larga ausencia por si en ella se encontraran claves de aspectos que corregir o mejoras que introducir en una relación que sigue siendo vital para los intereses mutuos.
Hace quince años que un presidente de los Estados Unidos no visitaba España. Aunque sea evidente que las relaciones entre los países no pueden ser exclusivamente medidas por la frecuencia de las visitas bilaterales de los respectivos titulares del poder ejecutivo, lo contrario también es evidente: una prolongada ausencia puede y debe ser interpretada como una anomalía. Sobre todo tratándose de países unidos por fuertes lazos bilaterales y multilaterales. Es cierto que desde que George W. Bush visitó España en junio de 2001 han sido varias las ocasiones en que responsables españoles han frecuentado los Estados Unidos, incluyendo las presencias durante ese tiempo de los Reyes Juan Carlos I y Felipe VI. Pero en este recuento de giras trasatlánticas cabe también recordar que Rodríguez Zapatero rozó el dudoso titulo de ser el único presidente del Gobierno de un país aliado de los Estados Unidos nunca recibido bilateralmente en la Casa Blanca.
Era evidente que el afecto mutuo no era lo que caracterizaba sus relaciones con George W. Bush. Pero el propio Barack Obama, cuya coincidencia con Zapatero en el poder fue saludada por una de sus habituales corifeas como el anuncio de una «coincidencia cósmica», se limitó a llevarle a Washington para que asistiera, junto algunos otros miles de fieles rezadores, a esa peculiar institución washingtoniana conocida como el «prayer breakfast». Desde que Eisenhower visitara España al comienzo de los cincuenta ningún presidente americano había dejado de visitar nuestro país. En la lista se incluyen Nixon, Ford, Carter, Reagan, Bush padre, Clinton y, como queda reseñado, Bush hijo. Las secuencias fueron regulares y nunca estuvieron separadas por más de ocho o nueve años. Y Obama llega a España tras haber visitado al menos trece estados europeos y casi como en un recuerdo tardío, eso que los sajones llaman un «after thought». Se le había olvidado España y había que encontrar el momento para visitarla antes de abandonar la Casa Blanca.
Nada mejor que aprovechar la vuelta de la Cumbre OTAN en Varsovia para darse una vuelta por el sur del continente. Una pequeña diferencia con aquel viaje de George W. Bush a Madrid, cuando Washington escogió España como el primer país visitado en Europa por sus calidades democráticas, por su ejemplaridad, por la confluencia en intereses y valores, por su enconada lucha contra el terrorismo. Meses antes de que tuvieran lugar los atentados del 11 de septiembre.
Dicen los castizos que nunca es tarde si la dicha es buena y ello se aplica con naturalidad a la visita presidencial americana. Hay que extender sin reticencias una calurosa bienvenida a Barack Obama, el presidente de la nación democrática más poderosa y próspera de la tierra con la que nos unen lazos profundos de entendimiento, cooperación y alianza. Pero también conviene examinar la larga ausencia por si en ella se encontraran claves de aspectos que corregir o mejoras que introducir en una relación que sigue siendo vital para los intereses mutuos. Que incluyen aspectos variados y no solo los derivados de los intereses estratégicos de unos o de otros. Rota y Morón no pueden agotar el contenido de la visión sobre España de la administración americana. Y tampoco ser consideradas de parte española como el mejor espejo de las relaciones mutuas. Quizás sea un poco tarde para que así lo interiorice la ya otoñal era Obama. Conveniente que quien le suceda en el Despacho Oval, y quien ocupe La Moncloa tras las elecciones del 26 de junio, lo tengan en cuenta.
Porque la larga ausencia refleja un distante estado de ánimo. Visible hasta para el peor observador durante los tiempos aciagos de Zapatero, cuando el Gobierno español del momento se empeñó en destruir la mejor y más profunda relación nunca existente entre los Estados Unidos y España, la que habían forjado José María Aznar y George W. Bush. Pero también visible posteriormente, aunque las relaciones cobraran un cierto nivel de la perdida normalidad a partir de 2011, cuando una cansina desidia pareció ser la tónica dominante en los contactos entre Madrid y Washington. De parte americana primaba la surgida desconfianza ante la posibilidad de un aliado imprevisible. De parte española, las urgencias ante los retos interiores de la crisis económica, que tantos sacrificios y esfuerzos habrían de significar para las políticas del Gobierno Rajoy y para el conjunto de la ciudadanía española. De un lado y de otro, aunque por razones y motivaciones distintas, parecía primar el retraimiento.
Vivimos los dos países tiempos marcados por la incertidumbre electoral. De manera similar, americanos y españoles se preguntan por los riesgos del populismo, a la postre tan similar en ambas orillas del Atlántico. No oculta la administración americana su inquietud ante la tardanza española en constituir gobierno. Tampoco la española deja de traslucir su explicable preocupación ante las propuestas del ya candidato del Partido Republicano a la Casa Blanca. Obama, en ambas orillas del Atlántico, tiene sus fervorosos admiradores y sus no menos ardientes detractores, coincidiendo ambos en apreciar de distinta manera su voluntad de «conducir desde el asiento trasero», de proclamar el declive del liderazgo americano, de aproximarse al adversario en eventual desfavor del amigo, de olvidar el vínculo Trans Atlántico a favor del Trans Pacífico, de lanzarse con fruición a las «guerra culturales» que tanto dividen a la sociedad americana.
Y de la España que supo combinar europeísmo y atlantismo, que encontró en los Estados Unidos eco para apoyar las justas causas hispanoamericanas, que rentabilizó la relación bilateral en beneficio propio y ajeno en temas políticos, económicos y de seguridad, ¿qué se hizo?
Tiempo este para encontrar respuestas a tantas preguntas hasta ahora perdidas en el almario de una diplomacia errabunda y que en ambos lados deberían servir para reafirmar la evidente: todo hay que ganar en una estrecha y amistosa relación entre España y los Estados Unidos. No es demasiado esperar que esta visita presidencial de la hora veinticinco sirva para recordarlo y reanudarlo. Que así sea. Welcome to Spain, Mr. President.
JAVIER RUPÉREZ ES EMBAJADOR DE ESPAÑA – ABC – 09/07/16