Miquel Giménez-Vozpópuli
Pretenden hacernos creer que todo lo que hasta ahora se ha demostrado eficaz ya no sirve para nada. Constitución, monarquía u ordenamiento territorial han de ser revisados y sustituidos. ¿Por qué?
La clase política que está al mando de nuestro país se jacta, a falta de nivel intelectual, de haber descubierto la sopa de ajo. Las feministas de ahora, llámense Montero o Lastra, se consideran infinitamente mucho más radicales que Lidia Falcón, una antigua, según ellas. Los que están en la sala de mando del PSOE se ven a años de Alfonso Guerra, tildándolo casi de reliquia capitalista. Los separatistas que alientan el disturbio y aúpan a cobardes abominan del President Tarradellas por españolazo traidor. Todos dicen más o menos que la monarquía es obsoleta, España una cosa antigua y podrida, la Constitución un envase que debe depositarse en el container de reciclado y, en suma, que hay que denunciar la obsolescencia de nuestro sistema democrático. Hay que cambiarlo, porque ya no funciona.
Esa es la obsolescencia, es decir, el concepto – conceto, que diría Manquiña – que impera en el devenir cotidiano de nuestros próceres. Y como tal fenómeno se produce por no existir repuestos para reparar la máquina de la convivencia, cambiemos la máquina. No es que se hiciera para durar poco, como suele ocurrir con muchas de las cosas que dejan de funcionar por estar fabricadas para ser sustituidas en un corto espacio de tiempo, ni tampoco existen motivos de orden superior para desterrar por inútiles aquellas instituciones o personas que han demostrado con creces su enorme utilidad, todo lo contrario. Esta es una obsolescencia inversa que quiere imponernos lo peor sobre lo mejor o, si les parece exagerado el término, al menos sobre lo útil. Ante tamaña barbaridad, los social comunistas, los separatistas, los que, incapaces de la esgrima dialéctica y la finta intelectual, se escudan en los golpes fulañeros y en el Va de Calle al estilo John Cobra, dicen que aferrarse al pasado es fascista y que ellos no votaron la Constitución. Pues mire usted, jódase si no vivió aquella apasionante época de la historia de España, y sepa que en los EEUU los que ahora viven tampoco votaron la suya y ya los ve, tan pimpantes.
Nos hemos dejado comer el coco tragándonos las chorradas de Iván Redondo, porque así nos ahorrábamos pensar. Somos nosotros los que no hemos sabido decir basta.
Los nuevos sabihondos, tanto de derechas como de izquierdas, que de todo hay en la viña del Señor, andan muy ufanos diciendo lugares comunes como si hubiésemos nacido ayer lo que, además de un insulto a la inteligencia, es la muestra más papable de su indigencia mental y de su escasísimo caletre. Ni una de esas luminarias ha sido capaz de generar teoría alguna que no vaya más allá de lo que mal está todo y él vaya sueldo me llevo a mi casa por decir sandeces. Los denostados tenían, al menos, la originalidad y la decencia de haber hecho cosas sin pensar en nada más que en su propio criterio, en su ideología, en su manera de entender la sociedad y, muy importante, en su voluntad de mejorarla. Lo pensó Suárez que, al paso que vamos, dentro de poco será ilegal mencionar, pero también lo pensaron Fraga y Carrillo, y lo pensaron Tarancón y Aranguren, y lo pensó la ciudadanía que entendió que aquella era una oportunidad de oro. Ese es el asunto. Aquella generación de mujeres y de hombres que se enfrentaron a la gigantesca tarea de crear algo nuevo se dirigían a todo un pueblo, no a un puñado de parguelas pegados a la Tablet, hedonistas de la cutrez y egoístas de todo egoísmo posible.
Parafraseando la horterada, el obsolescente eres tú. Y yo. Y ese señor de Albacete. Y esa señora de Don Benito. Aquí no se salva ni Dios
La obsolescencia de nuestro sistema no es tal, porque la única que existe de verdad es la social, la que ha permutado a un colectivo, los españoles, de personas con convicciones y sueños en una masa amorfa sin horizonte ni moral política. No son los dirigentes los que lideran a los pueblos, como decía el fanfarrón de Lenin. Son los pueblos quienes crean aquello que les acomoda mejor, de ahí que la poca sustancia sanchista, el falso canibalismo izquierdoso de Iglesias o la sinvergüencería remozada de Robin Hood de los separatistas sean los dogmas que imperan en nuestra patria. Somos nosotros los que estamos obsoletos, no las leyes o las instituciones. Somos nosotros los que, permítanme la vulgaridad, nos hemos dejado comer el coco tragándonos las chorradas de Iván Redondo, porque así nos ahorrábamos pensar. Somos nosotros los que no hemos sabido decir basta.
Parafraseando la horterada, el obsolescente eres tú. Y yo. Y ese señor de Albacete. Y esa señora de Don Benito. Aquí no se salva ni Dios porque, a poco que hubiésemos servido para algo como individuos y como nación, las cosas no podrían haber llegado jamás hasta estos extremos.