Carlos Sánchez-El Confidencial
- La caída de Kabul es algo más que una acción militar. Es el símbolo de que algo está cambiando. Occidente se retrae mientras crece el prestigio de los regímenes autocráticos
Carlos Sánchez-El Confidencial
El intento de predecir la historia no es nuevo. Pero fue Oswald Spengler, un erudito alemán profundamente conservador, quien lo convirtió casi en una ciencia. Su obra principal, ‘La decadencia de Occidente’, prologada en España por Ortega y traducida por García Morente, tuvo una enorme influencia en el primer tercio del siglo XX en toda Europa, en particular Alemania. Incluso, dio oxígeno intelectual a movimientos ultraconservadores que en ocasiones orillaron en el fascismo. Su conclusión (los dos volúmenes fueron publicados en 1918 y 1923) es que la decadencia de Occidente se producirá «en los primeros siglos del próximo milenio». Es decir, a partir del año 2000.
Spengler, gran partidario de las analogías, hace una análisis casi biológico, y para ello parte de que toda civilización, siempre construida desde la cultura, aunque originalmente fuera una imposición militar, pasa por los mismos estados que el individuo. Tiene su niñez, su juventud, su virilidad y su vejez. Su principal aportación, sin embargo, es un análisis riguroso de la evolución de los imperios, posteriormente desarrollado por uno de sus pares, el historiador Arnold J. Toynbee, quien observa, como el propio Spengler, que todos los imperios tienen fecha de caducidad. Todo imperialismo, concluye el pensador alemán, produce petrificaciones, como sucedió con los imperios egipcio, chino, romano, indio o islámico y «pasan de las manos de un conquistador a las de otro; cuerpos muertos, masas amorfas de hombres, masas sin alma, materiales viejos y gastados de una gran historia».
Está por ver lo que sucede con el imperio americano, que no solo esconde sus raíces en la hegemonía económica o tecnológica, y, por supuesto, militar, sino también en la extensión de su civilización y de su propia concepción de la democracia, pero lo que está ya fuera de toda duda es que tras la huida de Afganistán, que es no más que el símbolo del fracaso estratégico de EEUU en Asia continental (salvo Corea del Sur), algo ha cambiado. Y no precisamente en la dirección que le quiso dar Biden cuando al principio de su mandato dijo ufano: «Estados Unidos ha vuelto». Muy al contrario, la extensión de la civilización hegemónica, en este caso, la occidental, es lo que se ha frenado en Afganistán, como antes en Irak.
Fronteras estratégicas
EEUU y sus aliados, también los europeos, que en esto prefieren esconderse tras las barras y estrellas del tío Sam, han vuelto a morder el polvo. No porque su democracia no sea un ejemplo de civilización, que lo es, o porque su potencia económica está menguando, que tampoco está sucediendo de una manera sustancial, sino porque Occidente, en el sentido histórico que le han dado los estudiosos de la evolución de las civilizaciones, ha encontrado sus límites en las fronteras estratégicas, que van mucho más allá que las puramente físicas.
Occidente ha encontrado sus límites en las fronteras estratégicas, que van mucho más allá que las puramente físicas
EEUU no podía contar con ello cuando en los años 90, tras el colapso soviético, aparecía como la única superpotencia, mientras que las democracias liberales aparecían como la solución ganadora de un mundo bipolar. Por el contrario, como han puesto de relieve estos días muchos análisis, la catástrofe en Afganistán revela un lado oscuro: ha sido un desastre producido por cuatro administraciones: dos republicanas (George W. Bush y Donald Trump) y dos demócratas (Barack Obama y Joe Biden), pero pergeñado también por los cuatro anteriores, desde el colapso de EEUU en Teherán (1979). EEUU, ahora, no solo está obligado a compartir el poder con China, que ha abandonado la política de discreción y bajo perfil de los antecesores de Xi Jinping, sino que en paralelo avanzan los regímenes autocráticos, cuyo prestigio va en aumento, también en el Este de Europa.
Occidente debe aceptar como una desgracia que la simpatía por los regímenes autoritarios tenderá a crecer porque el populismo y la demagogia han sabido construir una falsa dicotomía entre libertad y seguridad, no solo económica. El siglo XIX, tras las guerras napoleónicas, fue el de Gran Bretaña, el siglo XX fue el de EEUU, ambos estados liberales; pero el siglo XXI será el de la convivencia (esperemos que no se cumple la manoseada trampa de Tucídides), entre sistemas democráticos y autocráticos, con las tensiones que ello incorpora. Europa y EEUU ya ni siquiera sacan los colores a Pekín por ser una dictadura, mientras que en el caso de Moscú se aprueban sanciones —vinculadas a casos muy concretos como el de Navalny— al tiempo que por debajo de la mesa se alcanzan acuerdos estratégicos (principalmente relacionados con recursos energéticos).
Si el objetivo de la invasión en Afganistán era luchar contra el terrorismo y no construir una nación, como ha dicho Biden, lo cierto es que también esto ha salido mal. Los talibanes vuelven a gobernar un país clave en Asia central, pero ahora con varias diferencias a su favor. Por un lado, disponen de un formidable armamento entregado por los aliados al fantasmagórico ejército afgano, y, por otro, han ganado respeto en la región por haber humillado a EEUU, con pocos amigos en la zona, lo que llevará inexorablemente al más que probable reconocimiento del Estado Islámico de Afganistán, por cierto, una realidad asumida por EEUU en el Acuerdo de cuatro páginas firmado en Doha de febrero de 2020, por parte de China, Rusia, Pakistán e Irán, lo que supone, en la práctica, la expulsión de EEUU de Asia continental, que supone no solo alrededor del 60% de la población mundial, sino también la región más dinámica.
El fracaso de la política exterior de EEUU en Asia, con un fin innoble para una superpotencia, tiene algunos precedentes inmediatos que hacían presumir lo que podría pasar en Afganistán. La toma de Mosul en 2014 por los terroristas del ISIS, con Obama de presidente y el propio Biden de número dos, llevó a una cronificación de la guerra en Siria, mientras que si se echa la vista más atrás se recordarán episodios dramáticos como la financiación ilegal, en tiempo de Reagan, de grupos como Al Qaeda y la Red Haqqani, aliados de los talibanes, para luchar contra los soviéticos, y que a la postre explica muchas cosas de las que han sucedido desde los primeros años 80.
Cumplir lo pactado
Nadie en su sano juicio puede dar credibilidad a quien dice que a la inteligencia de EEUU le ha sorprendido la rapidez de desplazamiento de los talibanes, como ha publicado ‘The New York Times’. Es más, a fines de 2019, ‘The Washington Post’ publicó una serie titulada «Los documentos de Afganistán», una colección de documentos del gobierno de EEUU, similares a los célebres papeles del Pentágono que acreditaron las mentiras en Vietnam, y que incluían notas de entrevistas realizadas por el inspector general especial para la reconstrucción de Afganistán. En esas entrevistas, numerosos funcionarios estadounidenses admitieron que durante mucho tiempo habían visto la guerra como imposible de ganar. Lo que ha sucedido es, simplemente, que se ha cumplido lo pactado en Doha hace 18 meses en tiempos de Trump, pero no es creíble que ahora Biden se haga el sorprendido. Sobre todo cuando en abril dejó claro que EEUU iba a abandonar Afganistán antes del 20 aniversario del 11-S. Un ejército de miles de talibanes no se desplaza de un día a otro sin que lo conozcan los servicios de inteligencia.
Dice Biden que en Afganistán no se buscaba una construcción nacional, pero eso es, justamente, lo que ha cambiado tras la salida de Kabul
Lo significativo, sin embargo, es que Biden ha dicho que en Afganistán no se pretendía una construcción nacional, pero esto es, precisamente, lo que ha cambiado tras la salida de Kabul. Como ha señalado con acierto el periodista Carlos Lareau, el concepto de construcción nacional (‘nation building’) ha formado parte indeleble de la política exterior de EEUU desde que a principios del siglo XX emergió como una gran potencia. Y eso explica que sus ejércitos hayan estado desplegados durante décadas en Japón, Alemania o Corea del Sur. En Japón, incluso, el general MacArthur impuso una Constitución para un país que nunca había sido una democracia, mientras que en Alemania se impuso una economía liberal, aunque tuviera una fuerte componente proteccionista en lo social.
El objetivo era frenar los cantos de sirena que procedían de la Unión Soviética, pero haciéndolo compatible con el fomento de la democracia y del Estado de derecho, que son consustanciales a las democracias liberales. Al fin y al cabo, como ha dicho el analista Philipe Stephens en el FT, los imperios también están obligados a tener una autoridad moral. No solamente militar o económica.
Algunos estudios han recordado estos días la importancia de la construcción nacional para la política exterior de un país que quiere mantenerse como hegemónico. Uno es un libro titulado ‘America’s Role in Nation-Building: From Germany to Iraq‘, publicado en 2003 por Rand Corporation, un ‘think tank’ muy respetado en EEUU. El otro documento es un informe también publicado en 2003 titulado ‘Lessons from the Past: The American Record on Nation Building‘, escrito por dos investigadores de Carnegie Endowment for International Peace, una organización sin fines de lucro fundada en 1910 por el filántropo Andrew Carnegie. Ambos informes coinciden en que no todas las operaciones militares estadounidenses —República Dominicana (1965), Granada (1983) o Panamá (1989)— constituyen la construcción de una nación, pero este objetivo se cumple cuando se dan tres requisitos: tener el propósito de cambiar el régimen o apuntalarlo, se despliegan un gran número de tropas terrestres sin fecha de caducidad y, al tiempo, se involucrar a las tropas y a los civiles en la administración política del país.
Nueva correlación de fuerzas
EEUU y sus aliados han encontrado sus limitaciones. Y esto es lo relevante. Sin duda, porque en Asia central —por donde pasan algunos de los grandes gasoductos del planeta— se ha consolidado una nueva correlación de fuerzas que ha consolidado a regímenes autocráticos, algunos de ellos con presencia en el Consejo de Europa, como Azerbaiyán, o Tayikistán, donde Rusia, cuyas relaciones con China son un ejercicio de realpolitik, mantiene una formidable base militar.
O lo que es lo mismo, la pax americana ya no es capaz de lograr la hegemonía en territorios que en otra época hubieran sido ocupados indefinidamente sin dificultad. Han aparecido nuevos jugadores en el tablero internacional con alianzas estratégicas que cortocircuitan la influencia de EEUU y sus aliados de la OTAN, en particular de la Unión Europea, cuyo programa de ayudas al Asia central ha sido cuestionado por el Tribunal de Cuentas de la UE al ser demasiado laxo con la corrupción y el lavado del dinero de la droga al no vincular los desembolsos al avance en la transparencia.
La ‘pax’ americana ya no es capaz de lograr la hegemonía en territorios que en otra época hubieran sido ocupados indefinidamente
En parte, como ha escrito el economista Daron Acemoglu, porque el enfoque de la presencia de EEUU en Afganistán fue muy parecido al de Vietnam, que acabó en un completo fracaso, como reflejan esas imágenes de la embajada de Washington en Saigón que ahora se han desempolvado. Pero también por el renovado interés de China en la zona (ahí está la reunión de su ministro de Exteriores con el mulá Baradar días antes de la entrada en Kabul) para proveerse de petróleo procedente del Mar Caspio, lo que le llevó en 2005 a la compra de la petrolera Petrokazakhstan por parte de la compañía estatal de petróleo. Pero también por su interés en relanzar la mítica Ruta de la Seda, lo que le obliga a reforzar los lazos con las cinco antiguas repúblicas soviéticas, lo que exige expulsar a EEUU de la zona, cuya capacidad de influencia se ha esfumado.
El efecto geoestratégico podría ser profundo, ya que China, Rusia e incluso Irán serán previsiblemente, los beneficiarios del nuevo orden político en Kabul, que muy probablemente acabará pareciéndose a un régimen como el de los ayatolás.
Dependiendo cómo evolucionen los acontecimientos, esto puede resultar una gran pérdida para los EEUU, que ahora tendrá que dedicar mayor atención a Asia-Pacífico, que es donde se juega el nuevo orden económico mundial. La Administración Biden, de hecho, ha prometido fortalecer la alianza de EEUU con Japón para contrarrestar la creciente actividad militar china en la región, y que incluye, además de la defensa de Taiwán, siempre en la agenda de Pekín, el compromiso de defender el archipiélago de Senkakus, un grupo de islas en el mar de China Oriental administradas por Tokio pero reclamadas por Pekín. En la última cumbre de la OTAN celebrada antes de la pandemia, de hecho, por primera vez se señaló el impacto de la creciente influencia de Pekín en la región.
Compartir el poder
Washington, sin embargo, y al mismo tiempo, está obligado a tener un ojo puesto en Somalia y en el Sahel. En la llamada triple frontera, Burkina Faso, Níger y Mali, las acciones terroristas son continuas (casi cien muertos en los últimos días), y como un aviso a navegantes hay que recordar que en una localidad de este último país, Aguelhok, se suceden las protestas porque la presencia del ejército de Francia en la zona atrae las acciones terroristas contra la población civil por parte de filiales del Daesh. ¿Les suena?
Demasiados frentes para una superpotencia obligada a compartir el poder con Rusia y China, sin interés en extender el sistema de libertades
En todo caso, demasiados frentes abiertos para una superpotencia obligada a compartir el poder con un régimen autocrático, como es Rusia, con una depurada política exterior, y una dictadura, como es China, ninguno de ellos interesados en extender el sistema de libertades. EEUU, al menos, mantiene su hegemonía en las transacciones internacionales, y ésta es hoy su gran ventaja comparativa, aunque sin olvidar que China (que podría tener en torno a tres billones de deuda pública americana) es el principal acreedor de EEUU. A finales de 2019, como ha recordado el economista Rafael Domenech, el 42% de los pagos internacionales se realizó en dólares, seguido por el euro con el 32%, mientras el renminbi chino solo alcanzó el 1,9%.
La lección es simple. Cualquier futura invasión está condenada al fracaso en territorios claramente hostiles y con unos niveles de corrupción insoportables, incluso, en países donde la economía informal es la norma, y lo que no es menos relevante, en un contexto en el que la opinión pública estadounidense, como han reflejado las encuestas de Gallup, piden a sus mandatarios (con más énfasis durante Trump) que fijen su mirada más hacia dentro y menos hacia afuera.
O, lo que es lo mismo, lo que ha ganado tras la caída de Kabul es la política interior frente a la exterior, lo que puede justificar la decisión de Biden de respetar el Acuerdo de Doha con los talibanes. La extensión de la civilización occidental, de la democracia y del sistema de libertades, ha encontrado sus límites. Tal vez haya sido lo mejor. Reconocer que las democracias no se imponen por la fuerza.
Europa lo sabe mejor que nadie porque los actuales niveles de bienestar han costado interminables y crueles guerras civiles y religiosas, y hasta dos guerras mundiales. Lo mejor que le puede pasar al mundo, aunque sea una catástrofe porque es lo opuesto a la democracia y a la libertad, es que en Afganistán se consolide un régimen como el de los ayatolás en Irán. Al menos, podrían volver los millones de refugiados que hoy pululan por la región, y que Europa y EEUU, después de haber invadido el país, no quieren recoger, aunque se hagan fotos los mandatarios en Torrejón. Como alguien ha escrito, las ciudades pueden ser reconstruidas, pero las heridas del cuerpo se curan despacio.