ABC 15/08/16
ISABEL SAN SEBASTIÁN
· Los idealistas sueñan un mundo mejor; los pragmáticos lo gobiernan
EL pragmatismo es la actitud más sabia que cabe adoptar ante la vida. La más inteligente y la más conveniente, lo que viene a ser lo mismo. ¿Para qué sirve la inteligencia sino para permitirnos escoger aquello que nos beneficia? En el extremo opuesto se sitúa el idealismo, impulso a todas luces absurdo del que suelen derivarse consecuencias dolorosas.
Una persona pragmática reconoce el terreno en el que se mueve, identifica en él potenciales aliados y rivales susceptibles de entorpecer su escalada, se sirve de los primeros, elimina o neutraliza a los segundos, y va ascendiendo peldaños hasta alcanzar la posición más ventajosa posible. Un idealista localiza los obstáculos que es preciso remover en aras de abrir camino al conjunto y pone su mejor empeño en la tarea de intentarlo, solo para ver pasar al pragmático agazapado que acechaba tras un arbusto. Vayamos a lo concreto. Un político pragmático se fija un objetivo único, llamado poder, cuya consecución justifica cualquier medio: demagogia, mentiras, medias verdades, seducción, corrupción (si resulta inevitable), amnesia, ceguera temporal, cambios de discurso, giros copernicanos, claudicación, justificación de lo injustificable, traición, soborno, intimidación y un largo etcétera. Otro más idealista centra su actividad en adecentar las herramientas de las que habrá de servirse la elite dirigente. Esto es, la justicia, las administraciones públicas, las leyes, la hacienda común… Para el primero, lo único irrenunciable es la meta. El segundo se obceca en la ética y rara vez logra algo. Un negro pragmático en la Sudáfrica del apartheid, por ejemplo, jamás se habría enfrentado a la legislación racista para quemar su vida en Robben Island. A un vasco pragmático en los setenta, ochenta y noventa no se le habría ocurrido plantar cara al terrorismo a costa de perder la tranquilidad o llevarse un tiro en la nuca. El pragmatismo habría inducido a un negro inteligente a resignarse a su suerte, buscando el modo de optimizar su potencial, y a un vasco listo a afiliarse al PNV. El idealismo llevó a Nelson Mandela a cambiar la historia de su país desde una lóbrega celda, y a decenas de concejales humildes a morir asesinados por ETA en un grito de lbertad. La misma ETA que hoy, merced al pragmatismo imperante, vuelve a estar en las instituciones sentando cátedra «democrática» de lo que impuso derramando sangre.
Un líder pragmático dice a su rebaño lo que éste quiere oir y sabe modular el mensaje a la medida cambiante que imponen las «necesidades». Un referente ético se hace fuerte en sus principios y atiene a la palabra dada, sabiendo que en ello le van, o al menos deberían irle, nombre, honor y credibilidad. El idealismo se rebela ante lo inaceptable, sean cuales sean las circunstancias políticas. El pragmatismo hace arte de lo que resulta posible.
Un periodista pragmático jamás se jugaría el pan señalando frontalmente a quien no duda en quitárselo. Se mantendría neutral o, llevando al extremo el pragmatismo, buscaría sutilmente el modo de agradar su vanidad con la dulce miel del halago. Un idealista del periodismo prefiere la crítica a la adulación y defiende su independencia a costa de pagar un precio que no suele ser barato. Los primeros llegan más alto y pueden hacerse ricos. Los segundos logran, como mucho, poder mirarse al espejo reconociéndose a sí mismos.
Los idealistas sueñan un mundo mejor y a veces, muy pocas veces, consiguen airerarlo un poco a costa de su sacrificio. Los pragmáticos lo gobiernan.