Odio y miedo

EL CORREO 03/03/15
DAVID GISTAU

· La coleta es sólo atrezo. Iglesias remeda el peronismo incluso en esa convicción de que nada tiene sentido fuera del poder, y todo vale para alcanzarlo

DE creer a Rosa Díez, es posible que los daneses decidan su voto después de profundas conversaciones intelectuales que convierten incluso los vagones de metro en el ágora de Pericles. Pero aquí un candidato suelta una cita de Kant y aparece el National Geographic para estudiarlo. Aparte de la militancia –y toda militancia anula el juego de la inteligencia–, en el voto operan el instinto y la pulsión. Los votos decisivos son siempre los de castigo, los virulentos, los vengativos, los de sacarse a alguien de encima, no aquellos que confían en una fuerza creadora. La última vez que eso ocurrió debió de ser con el felipismo del 82, todavía bajo el impulso flamante de la Transición. Además, las pulsiones que nos guían son cada vez más primarias desde que ciertos actores políticos convirtieron los cauces electorales en aliviaderos del resentimiento que sólo se distinguen por el grado de la destrucción comprometida. Así las cosas, el ciclo electoral hasta las generales iba a quedar reducido a una pugna entre dos pulsiones primitivas, propias de la vida en la cueva: el odio y el miedo. El odio al PP y su compensación, el miedo a Podemos. O a esa supuesta horda de la izquierda, como de tribus galas confederadas, de la cual nos advierte Floriano graznando en la ciudadela capitolina.

Por suerte, la reducción a odio y miedo irá adquiriendo matices hasta las generales. Y no sólo por la irrupción de Siutadans, partido del que es gracioso comprobar cómo sus rivales potenciales pretenden acotarlo ideológicamente para que se confiese de derechas o de izquierdas en la bipolaridad tradicional. Con todo, lo más revelador ocurrirá durante las negociaciones para la investidura de Susana Díaz en Andalucía. Pablo Iglesias solapa a Teresa Rodríguez, la candidata andaluza de Podemos, y por añadidura evita que todas las proclamas revolucionarias acerca de la destrucción del sistema lampedusiano del 78 se conviertan en un impedimento para alcanzar un pacto de poder con la casta en la primera oportunidad surgida después de unas elecciones importantes. Para los extremistas del «tic-tac», los que de verdad soñaron con guillotinas alegóricas y con el triunfo definitivo de «los de abajo», el experimento andaluz puede resultar decepcionante e incluso hacer que se sientan estafados por un discurso disolvente que jamás hubo intención de ejecutar en la práctica. Pero para aquellos que tenían miedo a Podemos, y que estaban dispuestos a votar por ello al PP aun odiándolo, se trata de una revelación tranquilizadora: por debajo de la retórica inflamada, Iglesias es un pragmático y un profesional del poder que sólo aspira a integrarse en el sistema con el rango, antaño ocupado por Anguita, de tercer partido. Segundo, en el mejor de los casos, para hacerse con la hegemonía socialdemócrata que ya le ha traspasado Zetapé. La coleta es sólo atrezo. Iglesias remeda el peronismo incluso en esa convicción de que nada tiene sentido fuera del poder, y todo vale para alcanzarlo.