Juan J. Linz, destacado sociólogo español de padre alemán, se especializó en el estudio de los regímenes autoritarios y totalitarios, la transición a la democracia y su posible quiebra. Residió muchos años en Estados Unidos, donde fue profesor de la Universidad de Yale. En 1987 obtuvo el premio Príncipe de Asturias en Ciencias Sociales. Al releerlo encuentro ideas de asuntos que nos apremian en democracia. Alertaba de casos en que gobernantes y jueces, pese a desaprobar actos políticos violentos, llegan a tratar con indulgencia a sus autores, quizá por desdén hacia las víctimas, o hacia lo que se dice que representan, y esto a Linz le parecía grave y preocupante.
Cuando una autoridad -decía- no está dispuesta a «utilizar la fuerza cuando se ve amenazada por la fuerza» pierde el derecho a exigir obediencia, ni siquiera a quienes ni la cuestionan. No es preciso remarcar que el uso de la fuerza siempre debe ser proporcionado, lo que es compatible con la firmeza. Para hacer lo que hay que hacer, tanto da que esas acciones no sean condenadas por amplios sectores sociales o que incluso las aplaudan. La democracia se echa a perder con las omisiones en el ejercicio de la autoridad.
Este octubre hará un siglo de la Marcha sobre Roma. El rey Víctor Manuel III la consintió y, con su visto bueno, el antisistema Benito Mussolini formó su primer Gobierno, aún no dictatorial. Los fascistas tomaron solo seis de las dieciséis carteras ministeriales, pero el Partido Nacional Fascista ya había echado un órdago sobre la mesa: ‘ora o mai più’ (ahora o nunca). Por cierto, órdago es una aportación del euskera al español: ‘hor dago’ es ‘ahí está’.