El Correo-LUIS HARANBURU ALTUNA

Todo cambia en este mutante mundo. Cambiamos nosotros, pero también los mitos que alimentan nuestro imaginario colectivo. Olentzero es un mito entrañable que, históricamente tuvo vigencia en la parte norte de Navarra y en el interior de la provincia de Gipuzkoa, pero hoy constituye el personaje central de la Navidad vasca. Coplas, versos y canciones navideñas nos hablan del Olentzero que vivía en el bosque y trabajaba haciendo carbón vegetal. Su ‘txindorra’ o carbonera nos la imaginamos humeante en lo más recóndito del bosque y es desde allí de donde acude a la ciudad para saludar el nacimiento del niño Jesús. Eso es, al menos, lo que nos figurábamos en nuestra infancia, aunque hoy su figura se haya convertido ya en el talismán del consumismo ciego. El Olentzero de nuestra niñez era un tipo corpulento y borrachín que poseía un apetito insaciable, cuya meta en la vida era hacerse con un capón y con una botella de vino. Olentzero era agreste y salvaje y vivía aislado en el bosque. Marginado. Tan solo durante la Navidad acudía a la ciudad, impulsado por la buena nueva del Niño-Dios que había nacido.

El mito del Olentzero es un mito de transición al estilo del mito de Kixmi y de Martin Txiki, que significan el tránsito desde la antigüedad remota a la modernidad representada por el cristianismo. Es un mito del que no se conoce el origen pero está catalogado en nuestro folklore, gracias a los trabajos realizados por Manuel Lekuona y José Miguel Barandiaran, entre otros. Pienso que Olentzero, con su marginalidad y su soltería, junto con lo esforzado de su oficio, representa a aquellos jóvenes vascos que excluidos del mayorazgo por mor de los usos y costumbres del país tenían que apañárselas por su cuenta y riesgo excluidos de la herencia paterna, que solo correspondía al mayorazgo de la familia, como ocurre en otras zonas.

En esta realidad de exclusión y marginación se reconocían, seguramente, la multitud de segundones que debían abandonar el caserío para buscarse la vida como ‘morroi’, soldado, fraile o carbonero. La entrañable relación de afecto y simpatía que históricamente ha conservado la gente más humilde del país con Olentzero nos muestra la profunda fuerza identitaria del mito navideño. Olentzero además de ser un tragón muy aficionado al buen vino, representa también lo ancestral y lo genuino de una cultura que se adaptó con dificultad al cristianismo. Nada sabemos de las creencias religiosas de Olentzero, pero se le supone descreído y pagano.

La progresiva secularización de la sociedad vasca en las cuatro últimas décadas es una obviedad. El ‘euskaldun fededun’ de antaño ha dejado paso a un nuevo euskaldun del que no se sabe muy bien su filiación espiritual, salvo el de la masiva adhesión a la causa nacionalista. También a Olentzero se le ha querido asimilar a la nueva fe. No están lejanos los días en los que veíamos a Olentzero procesionar entre rejas y villancicos recordando a los presos del pueblo. Es otra de las mudanzas a las que se vio forzado el antiguo carbonero. Pero el Olentzero actual se ha convertido, sobre todo, en el adalid del consumo. Ha cambiado el marco significativo del viejo Olentzero y se le ha asignado otro marco referencial, que tiene en el consumo navideño su pleno significado.

El capón y los huevos del carbonero se han convertido en la última versión de un Smartphone o los últimos gadgets diseñados en Silicon Valley. Olentzero ha perdido su mítico apetito e incluso se le ve más flaco en los escaparates de las cadenas comerciales. Olentzero representaba el hambre secular de un País Vasco pobre en recursos alimenticios. No siempre disfrutamos los vascos de la prosperidad económica actual y Olentzero representaba nuestras carencias. El Olentzero bulímico ha dejado paso al Olentzero dietético. Pero con ser importantes todas estas mutaciones mencionadas el principal cambio de Olentzero atañe a su condición sexual.

Nos habíamos acostumbrado a un Olentzero solterón y casi misógino. Su soltería recordaba la castidad obligada de tantos secundones metidos a cura o a fraile, hasta que la ideología de género irrumpió entre nosotros y la corrección política obligó a buscarle novia. Mari Domingin se llama la afortunada que ha saltado de la existencia efímera de una canción a la rotunda presencia en el trono navideño emparejado a Olentzero durante los últimos años. Mari Domingin supone, acaso, la principal mutación de Olentzero convertido, ahora, en cónyuge heterosexual. Tal vez algún día alcance la plenitud de la corrección política y veamos a Olentzero convertido en icono de la plataforma LGTB. Al tiempo.

Reconozco que durante estas fechas festivas la melancolía y la nostalgia cobran fuerza y entidad. El Olentzero de mi niñez ya no existe salvo en la intrahistoria de aquel niño que fuimos. Pero si hubiera opción a desear lo mejor, aún a expensas del tiempo que ya no volverá, prefiero recordar en estos días al Olentzero que transitaba de la Vasconia pagana a la cristiana. Aquella Navidad poseía un cuadro de valores humanos muy superior a la actual Navidad de escaparate y de tarjeta de crédito. Cierto es que cambiamos, pero no siempre a mejor.