Oltraizquierda

Juan Carlos Girauta-ABC

  • Dudar de la rectitud de su conducta, cuestionar su legalidad, equivale a poner en tela de juicio el bien. El bien es suyo, ellos son el bien. Hechos a esta comodidad moral, que se suma a la facilidad intelectual de no tener que saber nada fuera de las tres consignas lastrianas, carecen sus cabezas de orientación respecto a su papel en democracia

Oltra se infatúa de ética y estética, nada menos, y se adhiere al sillón como una lapa. Mientras, el coro de la izquierda vertedero arguye las razones habituales, que se resumen en extrema derecha, extrema derecha, extrema derecha. Lo cual, claro, no significa nada. Es un identificador, una insignia que se ponen ultrajando a terceros. En el caso de la investigada, esos terceros son los reacios a aprobar la forma en que despachó los abusos del exmarido a una menor tutelada. Los renuentes a reconocer feminismo cuando la víctima llega esposada al juzgado pese a ser la denunciante. Las buscadoras de sororidad asistiendo al silencio de mujeres normalmente sensibles, tanto como para amparar y aplaudir a secuestradoras de sus hijos.

Los contrarios a entorpecer pesquisas cuando se trata de aclarar abusos sexuales.

No esperas eso de alguien decente, más allá de ideologías. Si es que Oltra tiene ideología, extremo dudoso. Tampoco la necesita porque ella está fundando algo mucho más útil para el prosélito: la oltraizquierda, un trágala sin límites basado en la vaga y general adscripción a lo zurdo, sea eso lo que sea. Una convicción de que estar hoy con el sanchismo –y mañana con el progresismo que lo suceda– te asegura el mantenimiento en el puesto hagas lo que hagas, por inmundo que sea. Y de paso te evita la incomodidad de las preguntas de tus socios, provistos de la misma ética y estética que tú, hija. Cuando la política se entiende como puro antagonismo (despierta, Schmitt ‘wannabe’) uno se ríe de los valores. Qué digo, se descojona.

Al pronunciar la fórmula mágica de la extrema derecha, extrema derecha, extrema derecha, al escudarse en ella, al sacar el comodín de Franco (la judicatura todavía sería franquista pese a la imposibilidad cronológica y a la evidencia empírica) no hacen otra cosa que esgrimir un salvoconducto. Lanzan una llamada en clave a la tribu. Despliegan una pantalla protectora de superhéroe que, creen, puede con todo. Es un «soy de los nuestros». Vale, quien no es de alguien es de sí mismo, y algunos ni eso. Pero ser «de los nuestros» en la izquierda pringosa, lerda y terca de nuestros tiempos regala impunidad y una banda de la porra. Virtual de momento.

Bueno, eso es lo que suponen en la oltraizquierda. En realidad, por muy bravucón que se ponga el político persuadido de su impunidad, el grueso de la judicatura española sigue cumpliendo con sus obligaciones y no es muy dada a achantarse cuando la acosan los políticos. Ese es, por cierto, el principal obstáculo que tiene el sanchismo para desarrollarse a gusto. El segundo es la guerra cultural, en cuya eficacia no cree la derecha sin lecturas. Tiene interés y morbo que el primer paso del político acosajueces sea denunciar acoso judicial.

Los que escribimos sin compromisos y sin cálculo pasamos mucho de la consternación de la derecha economicista, y más aún del dedo admonitorio del sanchismo, edificio levantado en el barro. Y al pasar tanto, los comprendemos a todos. Para una mente de oltraizquierda, dudar de la rectitud de su conducta, cuestionar su legalidad, equivale a poner en tela de juicio el bien. Sí, el bien. El bien es suyo, ellos son el bien. Hechos a esta comodidad moral, que se suma a la facilidad intelectual de no tener que saber nada fuera de las tres consignas lastrianas, carecen sus cabezas de orientación respecto a su papel en democracia. O lo que es igual: democracia son ellos, suyo es el norte de la brújula, suyas las buenas intenciones y, por ende, la condición de intachables. Nadie más merece ovación ni lagrimilla de madre mía qué buena soy. Quien ose investigarles atenta contra los fundamentos, tan íntimamente han abrazado el poder. Por eso entender su postura exige abandonar nuestra lógica, dada a priorizar el qué y la sustancia. Ya saben: hay comportamientos democráticos y legales, y las personas que los adoptan son demócratas y están dentro de la ley; hay conductas antidemocráticas y delictivas, y quienes en ellas incurren etcétera. Pues ya no vale. Caducó. Ha renacido, como en las tiranías más autocomplacientes, la voluntad del líder como Derecho (Schmitt ‘wannabe’, que te veo).

Hay formas más prosaicas de referirlo. Está la ley del embudo, el artículo 33 y el «por mis dídimos». Con los matices del usted no sabe con quién está hablando y tal. Pero no satisfacen, no recogen un punto primordial, sin el cual los abusos de la izquierda no se distinguirían de los abusos de la derecha. Ja. La izquierda (más concretamente la oltraizquierda, que exige hacer la vista gorda a conductas repulsivas) cree que sus abusos están exentos de culpa, bendecidos, santificados. Le veo, escéptico lector, frunciendo el ceño. Lo comprendo. Por eso le pido que se ponga un momento, si soporta la experiencia, en la piel de una Oltra cualquiera. Se desgañitó en su día exigiendo dimisiones por los absueltos trajes de Camps, participó con especial saña en la cacería de Rita Barberá. ¿Cómo va a considerar decoroso aferrarse al cargo ahora, cuando le toca a ella ser investigada por algo tan escabroso? Culpabilizó a una víctima de abusos. ¡A una víctima de su exmarido! ¿Es que no tiene conciencia? Sí, y esta le dice que actúa bien. He ahí la oltraizquierda, estadio último del progresismo español.

Oleadas de oprobios, una tendencia a apropiarse del régimen, una incapacidad para admitir la legitimidad del contrincante político distinguen desde antaño a la izquierda española. La Transición fue la excepción que confirma la regla. Sánchez como estadista, Lastra como guía ideológica y Oltra como modelo ético culminan la obra de demoliciones.