Ignacio Camacho-ABC
- De nuevo la clase ‘exactiva’ barcelonesa conchabada con un gobernante español en una ceremonia de mutua supervivencia
Ahorrémonos las metáforas y las bromas fáciles sobre las machadianas romanzas de los tenores huecos. Ése es el señuelo del celofán con que el escenógrafo Iván Redondo quería envolver la simbología del Liceo. Pero el escenario tiene otro significado más prosaico y más siniestro: es el escaparate donde desde mediados del XIX y durante siglo y medio la corrupta burguesía catalana -pleonasmo- ha desplegado el fatuo alarde de sus continuos privilegios. Y eso fue el acto de ayer, el enésimo aquelarre del poder y del dinero, que Sánchez no se privó de subrayar con su inelegante alusión -como si hiciera falta- al reparto de los fondos europeos. Allí estaba de nuevo la élite ‘exactiva’ barcelonesa conchabada con un gobernante español
en una ceremonia de mutua supervivencia. Todos inclinados ante el altar del nacionalismo identitario, cuyos representantes ni siquiera se dignaron acudir a la fiesta para subrayar el desdén con que manejan los hilos de sus marionetas. Al presidente sólo le faltó prometer que nunca más regirá en Cataluña la misma ley que en el resto de España y a continuación culminar la escena arrodillándose y rompiendo la sentencia. Un final melodramático para una ramplona función de zarzuela.
Por humillarse, que es a lo que había ido, Sánchez se humilló hasta ante un exaltado ‘indepe’ que desde el público le indicó a voz en grito por dónde podía meterse sus indultos. Más que anunciar el perdón a los condenados, se lo pidió él a ellos y a todos sus correligionarios a cambio de que le permitan terminar el mandato. Pero no lo hizo en su nombre sino en el de los ciudadanos, víctimas primero de un ataque a su convivencia y ahora de este agravio que la retórica oficial disfraza de reencuentro y de diálogo. Porque detrás del anuncio de la gracia, Pedro el Magnánimo proclamó su intención de abrir con el separatismo una negociación bilateral sobre la (des)estructura del Estado. Tampoco hacía falta manifestarlo: está en el pacto. Él lo llama «nuevo proyecto de país» y se traduce en castellano por deconstruir la Constitución hasta echarla abajo. La idea encantó a la concurrencia de turiferarios: qué hombre tan esclarecido, qué intuición tan valiente, qué idealismo tan alto. Los negocios a la sombra de la hegemonía soberanista están a salvo.
En esa complacencia entreguista quizá olviden que sólo el jefe del Gobierno sabía lo que hacía: alquilar otro tramo de carrera política. Para los otros, los que lo aplaudían, volverá el tiempo de zozobra y lamentos victimistas, y entonces reclamarán el amparo de unas instituciones y de una justicia desmanteladas en esta ignominia que hoy celebran como una exhibición de estrategia. Pero respecto a 2017 habrá una diferencia: que ni la izquierda acudirá en su defensa con suficiente firmeza ni en la derecha encontrarán a nadie que les compadezca. Los libretos líricos suelen acabar en tragedia.