EL CORREO 25/02/14
ANTONIO ELORZA
· La intervención de comisiones como esta no acorta el proceso agónico de ETA, sino que lo prolonga
Para quienes pensábamos que se iniciaba la fase del desarme de ETA, el episodio resultó ante todo una broma pesada sobre un asunto muy serio. A Radio France Internationale, que me preguntó sobre el tema, le respondí de entrada que si la entrega del mini-arsenal respondía a la realidad de su armamento disponible, ETA daba pena, e incluso preocupación, y habría que proporcionar a sus miembros algunos revólveres para que no anduviesen desprotegidos por la vida, ante cualquier desalmado que pensara en atacarles. Luego resultó además que ni siquiera destruyeron la pistola y el fusil, sino que tras sellarlos, se los llevaron a casa. Puestos a buscar comparaciones, el punto de referencia para tal esperpento no han sido los Hermanos Marx, sino una entrega más de la serie Torrente, el brazo tonto de la ley. Claro que el asunto no se prestaba a pasar por alto la farsa: concernía al futuro democrático de Euskadi, para el cual la disolución de ETA sigue constituyendo una precondición esencial.
Con su narración, el tema parecía agotado. Todo lo más había que preguntarse por las razones que llevaban a algunos comentaristas a valorar lo ocurrido como un gesto en la dirección del desarme, aun cuando no tuvieran otro remedio que reconocer también lo exiguo del mismo.
Entró en juego entonces la citación del juez Ismael Moreno a la comisión de los seis para que declarasen sobre su encuentro con ETA. El mundo nacionalista se rasgó de inmediato las vestiduras al conocer el hecho, como si la citación fuera una imputación. A su lado estuvo el PSOE, de nuevo en línea Eguiguren, avalando la actuación de Manikkalingam y los suyos, sin aportar dato alguno, tal vez porque lo único importante era como tantas otras veces marcar distancias respecto del PP. No en vano, un hombre con la ambición de ocupar el puesto de Zapatero, y como en su caso desde la ausencia total de riesgos, Eduardo Madina, llegó a ver en lo que Jáuregui calificara de «ridículo» una «pequeña buena noticia». Los socialistas no se detuvieron a pensar que, activa o no, ETA era una organización terrorista y que unos personajes –españoles o extranjeros– que colaboraban públicamente con ella, frente al gobierno legal que les negaba reconocimiento, se habían hecho cuando menos merecedores de la atención del poder Judicial.
Además los interrogatorios no fueron inútiles. Ahora sabemos que el punto de encuentro fue Toulouse y que el zulo se encuentra en sus proximidades, y que nuestros hombres cobran de una organización de siglas DAG (¿?). Luego el malo de la película no es únicamente el Estado español, sino también el francés, para la CIV (Comisión Internacional de Verificación) inexistente. ¿Cómo va a ejercer el Gobierno español el menor control sobre el supuesto desarme si las armas se encuentran en Francia? En fin, la actitud y las declaraciones de Manikkalingam, cuyos supuestos méritos curriculares debieran ser comprobados, a la vista de la catástrofe que resultó de la mediación en su país, prueban que nos encontramos en una línea de continuidad con el objetivo principal del mediador de los mediadores, el promotor de la CIV, Brian Currin: evitar que el fin de ETA pueda ser presentado como su derrota, arrumbando así unas aspiraciones políticas a su juicio separables de la ‘violencia’. Ahora ya la única baza en ese sentido es olvidarse de la disolución y administrar, por lo que se ve con cuentagotas, el desarme.
Para eso están los verificadores, a solas con ETA, y en su primera representación objeto de una desaprobación general. Es entonces cuando entra en escena por sorpresa el presidente del PNV, con la inevitable compañía de Jonan Fernández. Desde el Gobierno nacionalista había que salvar a los verificadores del desastre y una vez más acabar enfrentándose con el gobierno de Madrid. ¿Por qué lo primero? El espectacular gesto de Urkullu sugiere varias cosas. Ante todo que el cordón umbilical con ETA y la izquierda abertzale, con Jonan Fernández como enlace, no solo se mantiene en el plano de una memoria histórica basada en la equidistancia. Hay algo más que una buena voluntad del PNV por resolver el problema del ‘fin de ETA’, aprovechando su presencia en la sociedad vasca. Lo sucedido estos días sugiere la existencia un acuerdo tácito, con la conocida distribución de papeles, para evitar que suceda lo más temido por Currin: una disolución de ETA ante el Estado español, por muchas ventajas que se anunciaran entonces bajo cuerda a los presos. Estos son un estupendo argumento para la propaganda, pero su destino no es un fin en si mismo: tanto para el PNV como para ETA cuentan ante todo como bazas políticas.
En contra de lo que las dos ramas del nacionalismo vienen sosteniendo, la intervención de comisiones como esta no acorta el proceso agónico de ETA, sino que lo prolonga. Encerrada en su callejón sin salida, ETA tendría escaso interés en prolongar una existencia ficticia. Ahora bien, con el caracoleo de los grupos de Manikkalingam o de Currin, si es que vuelve, difunde el engaño de su voluntad de solución del ‘conflicto’, rechazada por el enemigo. Así que, en cuanto valedor de esa estrategia, la responsabilidad efectiva de una agonía interminable de ETA pasa a corresponder al Gobierno Urkullu. Por eso el viaje a Madrid ha sido revelador. De cara a la consecución de sus fines, una hegemonía absoluta en Euskadi, carece de importancia el penoso espectáculo de los desarmes-ficción; cuenta que los verificadores sigan.
Como en ‘El ángel exterminador’ de Buñuel hay una supuesta ‘paz’ que alcanzar tras un supuesto ‘conflicto’, frente a los que se alza el obstáculo de la política de Madrid. Solo que el obstáculo es imaginario. Ninguna puerta cierra el salón. Tan solo hace falta que ETA adopte un criterio de elección racional, la autodisolución, y que el PNV, con sus amigos verificadores, abandonen su empeño de proporcionarle coartadas para no asumirlo.