El nacionalismo vasco sometió al autogobierno a una dinámica del todo o nada que acabó empantanándolo. El Estatuto se ha convertido en una referencia prescindible en la guerra de posiciones entre socialistas y jeltzales. Mientras la sociedad valora la autonomía ‘realmente existente’, las formaciones políticas no saben qué hacer con el.
El desarrollo autonómico se ha proyectado durante las últimas tres décadas como un proceso irreversible por el que los órganos del poder central iban transfiriendo competencias a las distintas comunidades, de forma que cualquier reversión de las mismas se hubiese entendido como una involución en términos democráticos. Pero junto a esta imparable tendencia se han producido dos fenómenos en sentido inverso: la permanente sospecha que pesa sobre las autonomías como causantes de un funcionamiento irracional del Estado, y la orfandad que para cada Estatuto representa la división política entre quienes no se sabe si lo secundan y bajo qué interpretación. Todo esto ha vuelto a aflorar tras conocerse el fallo del Tribunal Constitucional sobre el Estatut catalán. El cruce de declaraciones respecto al mismo ha reflejado la irreversibilidad de un autogobierno bendecido por el alto tribunal en aquellos aspectos que ha salvado su veredicto, ha realzado los recelos y prejuicios que se desatan ante la deriva autonómica, y ha evidenciado que resulta imposible identificar a los progenitores y tutores de cada criatura autonómica, aunque sea porque quienes así se reivindican tiran de sus extremidades hasta el punto de deformarla.
El presidente Rodríguez Zapatero ha sido capaz de saludar la sentencia del Constitucional como la culminación del proceso de descentralización autonómica y mostrarse, al mismo tiempo, abierto a aquellas reformas legislativas que pudieran parchear los recortes producidos en el texto refrendado por los catalanes. Su predecesor en la Moncloa, José María Aznar, le ha acusado nada menos que de conducir a España al borde de un Estado constitucionalmente fallido. Mientras tanto, nadie parece dispuesto a hacerse cargo del resultado autonómico dictado por el TC para Cataluña y de aplicación general para las demás comunidades. Como nadie parece capaz de engendrar un modelo de autogobierno que vaya más allá de los límites establecidos por la sentencia.
Lo peor que podría haberle ocurrido al proceso autonómico era precisamente esto: la confusión generada por su utilización partidaria sin que ninguna formación sea capaz o se atreva a ofrecer como alternativa un dibujo terminado del ‘Estado de las autonomías’. Se trata de una confusión que se retroalimenta en una dialéctica de prevenciones y agravios sin fin dominada por los prejuicios. Porque por un lado continúa prevaleciendo el reflejo jacobino que identifica la racionalidad con el centralismo, y por el otro persiste la idea de que el máximo de autogobierno es sinónimo del óptimo de progreso y bienestar.
Paralelamente a todo eso la discusión autonómica se ha convertido en una cuestión propia de las elites políticas que manejan el bloqueo o el traspaso de atribuciones y competencias con criterios de poder que en muchas ocasiones ni siquiera podrían calificarse como ideológicos. La Administración central no ha adelgazado lo que hubiese debido en función de las transferencias cedidas a favor de las autonomías. De lo contrario, no acumularía casi todo el déficit público que soporta el Estado español. Por su parte, las comunidades autónomas han hecho dejación del papel que debían asumir a la hora de perfeccionar las funciones del Estado social mediante iniciativas que adecuaran coberturas y servicios ante los cambios y los desafíos inducidos por la globalización. La descentralización generalizada de las competencias sobre educación, sanidad y servicios sociales no ha dado lugar a una fuente múltiple de reformas. Más bien los Ejecutivos autonómicos han mostrado una imagen gregaria a la espera de lo que indicara el Gobierno central de turno.
A pesar de que todas las miradas se fijen hoy en el guirigay catalán, Euskadi es el paradigma perfecto de la orfandad autonómica. Contamos con un Estatuto que, a base de ser de todos, ha acabado no siendo de nadie. La versión soberanista del nacionalismo sometió en años anteriores al autogobierno a una dinámica del todo o nada que acabó empantanándolo. El texto estatutario ha pasado de ser una ley orgánica cuyo cumplimiento íntegro demandaba periódicamente el nacionalismo gobernante a convertirse en una referencia prescindible en la guerra de posiciones que parecen protagonizar socialistas y jeltzales. Mientras la sociedad valora la autonomía «realmente existente», las formaciones políticas no saben qué hacer con el marco jurídico que consagra el Estatuto. Ni se empeñan seriamente en completar sus previsiones, ni se deciden a dejar las cosas como están, ni se atreven a reformarlo; y tampoco el soberanismo se ve con fuerzas como para aventurarse a desbordarlo. Aunque la ciudadanía se muestre proclive a un autogobierno en moderada expansión, tanto las fórmulas jurídicas posibles como, sobre todo, la mutua neutralización de los vectores partidarios tienden a una suma cero de las perspectivas de ampliación del techo autonómico. Además, la vía de los hechos que el nacionalismo vasco había explorado insistentemente para ensanchar las fronteras de su poder político acaba de ser limitado en el terreno del Derecho por la sentencia sobre el Estatut. El único cauce que permanece abierto es el del desarrollo interno del autogobierno vasco. Pero el pulso de poder que mantienen nacionalistas y socialistas, bajo la sombra que ejercen el nuevo bloque independentista, por un lado, y las aspiraciones de los populares, por el otro, contribuye a mantener el potencial autonómico en estado de hibernación.
Kepa Aulestia, EL CORREO, 3/7/2010