FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • La política española ha devenido en una rígida política binaria. Toda nuestra supuesta diversidad ha acabado colapsando al final en dos —y solo dos— visiones de España

Si observan los gráficos que estas semanas nos ofrecen las casas de encuestas, verán que el hemiciclo donde se refleja la distribución de escaños presenta dos mitades casi simétricas. A la derecha, PP y Vox, ocupando ahora muy ligeramente la mayoría de la Cámara; a la izquierda, en rojo, un partido hegemónico, el PSOE, que integra en su espacio una amplia gama de otras formaciones que acaban ofreciendo un friso multicolor. Ninguno de los dos grandes partidos, en esto la imagen habla por sí misma, podrá gobernar sin contar con el beneplácito de sus socios de bloque. Son imprescindibles. Si su intención es votar a alguno de los dos grandes, hará bien en enterarse de cuáles son los puntos programáticos fuertes de los más pequeños. Porque, ya lo sabemos, le gusten o no, lo más seguro es que tenga que tragárselos. Dicho de modo contundente: si vota PSOE lo hace también a las otras formaciones de su espacio; si lo hace al PP, cuente con que muchas de las propuestas de Vox acabarán siendo integradas por este partido en el caso de gobernar, si es que no acaba entrando en su mismo Gobierno.

No me lo invento; esta es principal conclusión a la que podemos llegar después de esta legislatura agotadora. La política española ha devenido en una rígida política binaria. Toda nuestra supuesta diversidad ha acabado colapsando al final en dos —y solo dos— visiones de España, de la economía y del resto de las materias que se abren a la decisión política. Son, además, no negociables entre sí. Aunque, bien lo sabemos, se negocia, con intensidad, en el interior de cada bloque. La diferencia está en que estas negociaciones son opacas, no trascienden después al Parlamento. Lo que allí se exhibe es el despliegue del conjunto, el resultado del toma y daca que acontece entre bambalinas, con los partidos pequeños bien armados de vetos. Lo que se escenifica en las cámaras es el Gran Conflicto, esa lucha existencial entre dos visiones irreconciliables aplicables a todo.

Lo peor de este bibloquismo polarizado, que arrastra a los dos grandes partidos a hacer concesiones a los extremos, es que ha dejado vacante ese espacio central necesario para la cooperación transpartidista en defensa de las instituciones. Quienes los condicionan no creen en ellas, así que ese incentivo desaparece. Es más, vetan toda posible búsqueda del entendimiento necesario entre las dos grandes fuerzas políticas. Con el problema añadido de que ya han sentado un precedente. Si hubiera un cambio de mayoría, ¿por qué no habría de valerse también el PP de un abuso de los decretos leyes o las proposiciones de ley? O, ¿por qué habría de sentarse el PSOE a negociar la renovación del CGPJ? ¿Qué le impide al PP dar la vuelta como un calcetín a toda la reforma del Código Penal, sedición incluida? La aritmética del Parlamento manda sobre lo que exigiría poner la atención en la estabilidad, el largo plazo y, en definitiva, el interés general. No olvidemos que cada bloque habla solo en nombre de una mitad del país.

Si nuestro bibloquismo polarizado está siendo corrosivo para el Estado de derecho —piensen en la imagen que se transmite de la judicatura o del Parlamento—, no es menos lesivo para el sistema representativo, salvo para quienes votan a los partidos pequeños, ahora tan empoderados, aunque no verán nunca satisfecho del todo su programa. Nadie lo hará. Se abominó del anterior bipartidismo imperfecto sin tener en cuenta que ese adjetivo, lo de “imperfecto”, abría la posibilidad a un mayor pluralismo sin afectar a la gobernabilidad. Ahora tenemos un bibloquismo perfecto; o sea, representación imperfecta y gobernabilidad a trancas y barrancas.