Orgullo y prejuicio del centro derecha

FRANCISCO ROSELL-El Mundo

Cuando todo era desánimo y desespero en un menoscabado PP, tras el batacazo en los comicios generales de abril, el resultado de la triple cita electoral –europea, municipal y autonómica– de hace una semana ha caído como agua de mayo en un secarral. Un inesperado golpe de fortuna para un líder en periodo de garantía como Pablo Casado. Contra pronóstico, como su encumbramiento al mando de la organización o la victoria andaluza nada más ocupar el despacho principal de la casa encantada de la calle Génova, se ha redimido cuando lo amortajaban para el lunes de difuntos fijado para el día siguiente del 26-M.

Sin embargo, se ha puesto a buen recaudo. Ha evitado el adelantamiento de Ciudadanos, cuando Albert Rivera se le plantó a un tiro de piedra en las generales, reteniendo a los puntos la primacía del centro derecha, y dispone ahora de la posibilidad de sentar sus reales en los centros de poder de la Puerta del Sol (Presidencia de la Comunidad) y Plaza de Cibeles (Ayuntamiento capitalino). Aunque se daba por descontado que superaría en número de concejalías a su contrincante directo, dada la mayor implantación territorial del PP, era palmario que la confirmación de la alternativa se dilucidaba en la Plaza de las Ventas concordando con el ciclo taurino isidril.

La suerte de Casado ha corrido pareja –valga la fábula– a la de aquel asno que se resbaló yendo a parar a un profundo hoyo y que parecía predestinado a ser su tumba. Ante la imposibilidad de rescatarlo por sus medios, su desolado amo acudió al pueblo en busca de la ayuda sin que sus convecinos, empero, atinaran con una solución, salvo echarle una mano. Como pasaban las horas y el malherido animal no cejaba de sufrir preludiando su final, los labriegos resolvieron que, al no hallar fórmula humana de extraerlo, lo mejor era enterrarlo vivo y acortar su agonía. Así que, palas en ristre, comenzaron a echarle tierra encima.

A cada palada, mayores rebuznos. De pronto, cejaron los roznidos. Un silencio sepulcral que interpretaron como signo inequívoco de que el infausto había estirado la pata. Para certificarlo y llorar sus recuerdos sobre los restos del viejo camarada de jornadas de sol a sol, el dueño se asomó a la zanja con la grata dicha de que estaba vivo. Con inteligencia y destreza, a cada descarga, se había sacudido el lomo y pateado la grava hasta que las sucesivas capas que aplastaba elevaron el suelo a ras de superficie. Así, el rocín medio moribundo pudo hacerse presente entre el pasmo de los testigos del portento.

De igual modo, pisando todo lo que le echaban encima tanto propios como extraños, Casado ha sacado la cabeza. Si en diciembre en su primer contacto tangencial con las urnas, el PP obtuvo la Presidencia de la Junta de Andalucía con el peor resultado en décadas, ahora ha frenado la ola socialista a las puertas de Madrid. Merced a ese dique, puede retener su gobierno autonómico y recuperar la Alcaldía capitalina. Siempre que el orgullo de Vox y el prejuicio de Ciudadanos, sumados a la estupidez, no contraríen el nítido designio de sus votantes. En su ciega porfía por ser cabezas de ratón, olvidarían que, aun optando por cualquiera de las tres papeletas del centro derecha, sus electores comparten el deseo mancomunado –y así figuraba sin matices en sus programas– de preservar Madrid como rompeolas del oleaje populista.

Trapichear con ese propósito por parte de Cs y Vox aceleraría la recomposición del bipartidismo, como ya apunta su apreciable merma de votos en un solo mes, y haría de ambas formaciones un producto perecedero. Estarían malogrando los talentos que los electores les han entregado por los vicios de la llamada «vieja política» y que ellos estarían reproduciendo con sólo acercarse a los aledaños del poder. Ni el orgullo de Vox, poniendo el yoismo de sus dirigentes por encima de sus electores, ni el prejuicio de Cs con respecto a la agrupación de Abascal, que ni está fuera de la Constitución ni es antisistema por mucho que chirríe su radicalidad, puede llevarles a hacerle el caldo gordo al PSOE de Sánchez. Poniéndose el mundo por montera, el presidente en funciones se permite borrar sus rayas rojas con populistas e independentistas y se las arregla para pintárselas de aparatoso trazo grueso a un centro derecha que le cede la superioridad moral a la izquierda, al tiempo que le entrega el relato de las cosas, anticipando su derrota.

De esta guisa, Sánchez pude permitirse echar en cara a Rivera el pacto a la andaluza con PP, más el apoyo parlamentario de Vox, sin sonrojarse después de su apaño de la «investidura Frankenstein» con populistas e independentistas para la moción de censura contra Rajoy y con los que deberá negociar su reelección. A la par, cocina en el fogón de la cena navideña de la socialista Idoia Mendía con el bildutarra Otegi hacerse con Navarra con la abstención del brazo político de ETA. Ya se apoyó en él para convalidar los decretos-leyes de los viernes electorales de los Consejos de Ministros previos a las votaciones. Parafraseando a Sánchez, Europa no entendería que un partido que se autodefine liberal como Cs pactara con lo que él llama la ultraderecha de Vox, olvidándose que él mismo ha hecho socio de correrías al «Le Pen» catalán Torra. Pero esa misma Europa, en cambio, debería transigir con sus trajines con declarados golpistas contra el orden constitucional.

A este propósito, la política afrancesada de Cs contribuye a asimilar automáticamente a Vox con la Agrupación Nacional de Marine Le Pen, lo cual no es verdad hoy por hoy. Ello tiene su máxima traducción en que Manuel Valls, candidato de Cs por Barcelona, amenace a Rivera con crear su propio partido y esté dispuesto a entregar sin contrapartidas la Alcaldía de Barcelona a Ada Colau, una negligente regidora que se ha subordinado al separatismo y ha supeditado su agenda a la proclamación de la República catalana. Entretanto, borraba cualquier símbolo español y enviaba al cuarto trastero cualquier vestigio de su Monarquía parlamentaria. Creer que esa vara de mando va a ser usada de distinto modo por quien deshizo su pacto municipal con el PSC a raíz de que Sánchez suscribiera la aplicación del 155, es no saber de la misa la media. Hay, desde luego, formas más inteligentes de evitar que Barcelona, como bastión de resistencia, caiga del lado del neocarlismo xenófobo y supremacista que escombra la antaño pujante Cataluña.

Mientras Cs no se salte el patrón de juego que le imponga la izquierda, no romperá en fuerza preponderante, sino meramente subsidiaria, al modo de bisagra de las puertas de doble batiente. Mucho más cuando ya se resiente de su errática política en Cataluña al desguarnecer sus posiciones con la marcha de Inés Arrimadas, ganadora de las últimas elecciones, y valerse, cual franquicia, de un fichaje estrella como el de Valls que no ha cubierto sus expectativas. Si es que no acaba de desfigurar a Cs tratando de devolverlo al aprisco del PSC de cuya costilla surgió a raíz de que esta formación abrazara el nacionalismo y desencadenará con Maragall una carrera que ha entregado a Cataluña al soberanismo.

En el enmascaramiento de la política de Sánchez, como ya acaeció en las elecciones de abril, se diría que Vox está resultando un buen comodín. Como Podemos lo fue un tiempo con Rajoy hasta que su inmovilismo condujo al desastre al PP. Si Vox sirvió para camuflar su entreguismo al independentismo, lo que se tradujo en los 21 puntos de su claudicación con Torra en el Palacio de Pedralbes, con el cuento de Pedro y el lobo, al grito de que viene la ultraderecha, ahora Abascal –agraciado con el benigno trato de la izquierda televisiva– puede servirle para evitar que cristalicen mayorías alternativas de centro derecha a las de la izquierda en municipios y autonomías.

Una cosa es que Vox esté en su derecho a que no se le trace cordón sanitario alguno y sea tenida en cuenta como interlocutor acorde a su representación y otra es que su obcecación le lleve a traicionar a su electorado, poniendo esos objetivos al interés exclusivo de unos dirigentes tan simples en sus razonamientos como estúpidos en sus consecuencias. Como en la tragedia de Shakespeare sobre Coriolano, aquel insigne militar en pleno fragor de las luchas entre patricios y plebeyos en la Roma republicana, «el orgullo echa a perder al hombre favorecido por el éxito».

Por todas estas razones, aunque Casado haya salido mejor librado de lo esperado en la última cita con las urnas, se la juega en cómo libre esa negociación a varias bandas y mesas. Además, lo que no es moco de pavo, deberá afrontar una seria tarea de reformulación del partido, si no quiere que todo se quede en la mera exhibición del canto del cisne. Aun siendo el náufrago más feliz del mundo, no debiera olvidar que los electores le han dado un margen de confianza, sobrevolando sobre la idoneidad de algunas candidaturas, porque no querían verse arrastrados por determinadas políticas y coaliciones que, como en el caso de Madrid, abocarían a retrocesos irreversibles como el de Cataluña.

No le resultará asequible en la antesala de una legislatura sumamente complicada y en la que ya se están revelando algunas cartas de modo tan significativo como esclarecedor. Si es difícil, siguiendo al clásico, saber ver en las semillas del tiempo qué granos germinarán o cuáles morirán, lo que no cabe duda es que el orgullo y el prejuicio, como en la renombrada novela romántica de Jane Austen, no sólo arruinan el amor. También la política cuando sus actores principales se empeñan tercamente en desoír, entretenidos en sus cuitas personales y partidistas, el pálpito ciudadano expresado en las urnas.