Ignacio Camacho-ABC

  • «El Covid ha vuelto a cifras de contagio similares a las de finales de febrero y principios de marzo. El repunte esperado para octubre se está adelantando por una mezcla de relajación colectiva y de ausencia de política sanitaria de Estado. Una mezcla de irresponsabilidades amenaza con convertir la recuperación en un fracaso»

 

En el calendario de la pandemia, los nombres de los meses son un engaño. Los españoles esperan la llegada de agosto para empezar -los que puedan tomarlas- sus vacaciones de verano sin reparar que en términos epidemiológicos estamos en cifras similares a las de finales de febrero o principios de marzo. El repunte esperado para octubre se está adelantando por una mezcla de relajación colectiva y de ausencia de política sanitaria de Estado. El Gobierno de la propaganda no es capaz -o no tiene voluntad- de utilizar sus enormes recursos publicitarios para que los ciudadanos tomen conciencia del riesgo de contagio, quizá por miedo de que un exceso de prevención provoque que la temporada turística, y con ella la esperanza

de una mínima reactivación de la demanda interna, acabe en fracaso. Las autonomías lidian cada una por su cuenta con los focos víricos que van brotando pero no disponen de los instrumentos legales necesarios para limitar derechos básicos. Los médicos ven venir el nuevo drama con una sensación de impotencia añadida al cansancio acumulado. Y la contundente evidencia de los datos demuestra que, pese a la amarga experiencia de la cuarentena, el Covid ataca otra vez sin que las autoridades sepan cómo demonios frenarlo.

La baja virulencia que la enfermedad registra por ahora provoca un espejismo. Los hospitales están relativamente tranquilos. La mayoría de los casos afectan a jóvenes y cursan asintomáticos o con diagnósticos leves que pueden tratarse a domicilio. Pero ese margen no se está aprovechando para establecer una estrategia de contención del peligro. No hay rastreadores suficientes -uno por cada 30.000 habitantes; en Alemania, uno por cada 4.000- para garantizar la eficiencia del control preventivo. La red de atención primaria y familiar ha perdido a los residentes con el final del curso y en los puntos más conflictivos empieza a colapsar sus servicios. Y la gran dispersión veraniega aún no se ha producido. Por mucha gente que se quede en casa por diversos motivos -cautela, falta de recursos, etcétera-, habrá en movimiento un alto contingente de personas expuestas a la transmisión del virus, y su regreso en septiembre parece susceptible de causar efectos críticos.

Convivir con el Covid no es una opción sino una exigencia: otro confinamiento masivo enviaría al país a la quiebra. Pero esa necesidad de adaptación requiere un compromiso general que implica en primer lugar una sociedad responsable y atenta, consciente de la gravedad del problema, y en segundo unos poderes públicos en grado de máxima alerta. No existe en este asunto un grado aceptable de frivolidad o de negligencia, ni por parte de la ciudadanía ni de los gobernantes, ni después de la dramática primavera caben excusas para ignorar las advertencias. Sucede, sin embargo, que por un lado falta pedagogía social y madurez de criterio para entender que la diversión sin precauciones no es un derecho y que ya no es posible echarle la culpa en exclusiva al Gobierno; y por otra parte éste parece haber entrado tras la «desescalada» en una inquietante -e imprudente- burbuja de desentendimiento. Se fragua un desastre al que aún estamos a tiempo de poner remedio.

El remedio pasa por la imprescindible percepción de la amenaza y su consecuente repercusión en los hábitos de vida cotidiana. Pero también por que el Gabinete se implique en la gestión de manera inmediata, sin esperar a que fracase el dudoso modelo de la «cogobernanza» o que los rebrotes salten de una autonomía a otra -a ser del posible del PP- para rescatar el estado de alarma y decretar encapsulamientos territoriales a pequeña o media escala. Aunque el Ejecutivo nacional carezca de capacidad funcional y de competencias para hacerse cargo de la atención primaria, tiene a su alcance herramientas de intervención que vayan más allá de una coordinación tan bienintencionada como de patente ineficacia. A estas alturas resulta incomprensible, por ejemplo, la pasividad en el control del aeropuerto de Barajas, por más que se trate de salvar el turismo evitando barreras disuasorias de entrada. La situación no admite coartadas cuando la infección está a punto de entrar en la fase de transmisión comunitaria. Y si se hace menester, que tal vez se haga pronto, recurrir a nuevas medidas de excepción, más vale negociarlas antes de que una emergencia disparada desemboque en el previsible intercambio de reproches y la inevitable trifulca parlamentaria.

El patrón de error de marzo no debe, no puede repetirse… y se está repitiendo, con el agravante de que una parte -minoritaria pero significativa- de la población ofrece un comportamiento incorrecto, ajeno a la trascendental delicadeza del momento. Cualquier paso atrás volvería estéril la fatigosa negociación del socorro europeo; no habría dinero en el mundo para levantar la economía de otro hundimiento, ni opinión pública capaz de asumir el peso de una segunda oleada de muertos. Nadie podrá salir indemne, y menos que nadie el Gobierno, porque ya no sería la política la que cayese por el despeñadero, sino que el sistema mismo entraría al completo en una pavorosa crisis de descrédito.

Por eso, la responsabilidad esencial de esta hora corresponde al liderazgo, cuya dimensión se mide en la determinación para abordar escenarios antipáticos. Es Sánchez quien tiene que demostrar que su pasión por el mando sirve para algo, y de él para abajo todos los representantes institucionales -también los autonómicos- han de mostrar su sentido de Estado. La pasividad gubernamental con el caos catalán, por miedo a la reacción del nacionalismo, es un mal camino que conduce a la diabólica espiral de los agravios comparativos. Aquella triunfalista proclama presidencial de que «hemos derrotado al virus» se va quedando sin sentido a medida que aumentan los resquicios por donde la epidemia multiplica su crecimiento cuantitativo. La asignación de culpas, los casuismos jurídicos, los argumentos de autodefensa y la búsqueda artificial de enemigos funcionan tan mal como el optimismo ficticio. Se acaba el tiempo de los egos agrandados, los aplausos y los paseíllos: otoño será una catástrofe si no se actúa ahora mismo.