Dicen las Bases de la Política Lingüística que «debemos reconocer sin temor que nuestra sociedad no será bilingüe en otros 25 años». Deberían mostrar temor y hasta temblor por ese reconocimiento. En ningún párrafo logran justificar que nuestra sociedad ‘deba’ ser bilingüe, pero decretan que ‘tiene que’ llegar a serlo. Han sacrificado ya a una generación y van a sacrificar a la siguiente.
En su irreparable ingenuidad uno se había tomado en serio la solemne llamada al debate que hacían las autoridades de Política Lingüística al presentar su ponencia básica. Falsa alarma. Publiqué aquí mismo un artículo, ‘Unas Bases sin fundamento’ (24-5-08), en el que pasaba revista crítica a ese proyecto, y de momento no ha habido la menor respuesta. Se diría que la obligación de replicar va en los cargos o en las encomiendas públicas que algunos ostentan, pero les cuesta horrores darse por aludidos. La razón es simple y no me pilla de nuevas: sencillamente carecen de argumentos convincentes y lo saben. Entretanto, los atropellos en esta materia siguen su curso diario. Pero ya anuncié que volvería a la carga contra esas inanes ‘Bases para la política lingüística de principios del siglo XXI’. Tras veinte años de intentarlo, ya no espero persuadir a ningún responsable de esta política: me conformo con dejarles con las vergüenzas al aire.
La lista de falsas premisas allí contenidas no había terminado. El euskera es un patrimonio cultural que ‘debe’ conservarse vivo, escriben, pero los redactores no se toman la molestia de argumentar el porqué de tal deber. Pues si los patrimonios son nuestros, y no nosotros de los patrimonios, tenemos derecho a conservar unos y a prescindir de otros según nuestra conciencia, la realidad social y las necesidades públicas nos lo aconsejen. Con indignados aspavientos se defiende que el euskera no se alinea con una particular ideología, la nacionalista, y mucho menos con la violencia. ¿Cómo que no? No es el euskera, sino la política lingüística vasca la que ha sido y es clamorosamente nacionalista en sus presupuestos, en sus objetivos confesos y en los inconfesados. Y es una política, mal que les pese, vinculada a la violencia terrorista (no a la ‘violencia’): porque ETA la hizo suya y se ha hartado de amenazar a los ‘enemigos del euskera’ (?).
No podía faltar el tópico multicultural de que la diversidad representa siempre una riqueza incontestable, lo que está muy lejos de ser cierto. Y que el multilingüismo sea «un valor preciado que hay que fomentar en este mundo globalizado» no parece una razón favorable al aprendizaje del euskera. Qué lenguas nos sean más valiosas (útiles) dependerá del tipo de comunicación que se busque y con qué personas queramos establecerla. ¿O alguien duda de que inglés y español, lo mismo para la ciencia, el comercio o el turismo, resultan hoy un poco más valiosos que el euskera como lenguas francas que son?
Pero se dirá que estas Bases cuentan con el mérito de reconocer lo que hasta ahora apenas se había reconocido, y eso es verdad. Lo que pasa es que tales reconocimientos, lejos de propiciar las conclusiones debidas, se acompañan de las opuestas y componen un galimatías cuajado de contradicciones. Se reconoce así que el euskera no es la única ni la principal lengua del País Vasco y hasta que en algunas zonas -¿no será en casi todas?- predomina el castellano. En suma, que ha sido y sigue siendo lengua minoritaria entre nosotros. Pero ello no obsta para sostener también que los vascohablantes no pueden recibir trato de minoría lingüística en el País Vasco. Se reconoce la desproporción entre los «titulados en aptitud del euskera» (sic) y su escaso uso del idioma en el trabajo para el que se les demanda ese certificado. Lo que tampoco hace reconsiderar la exigencia de ese título en la Administración, hasta ahí podríamos llegar. Tras tantos años de esta política reconocen también que el euskera ha sido «un idioma dependiente de traducciones de textos originalmente redactados en castellano y la creación en euskera… ha quedado reducida a la nada». Y no es de preocupar tanto la confesión del fracaso como el prolongado silencio y disimulo en que se ha mantenido…
Como un gran descubrimiento, proclaman lo evidente: que «la mayoría de las personas usamos la lengua que nos resulta más natural, la que empleamos con mayor expresividad y frescura para comunicar emociones y sentimientos» y todo lo demás. Pero, a fin de asegurar el crecimiento del euskera «de la manera más natural posible» (¡!), nada mejor que proponerse «contrarrestar la influencia del castellano en la vida cotidiana» o, lo que es igual, eso que llaman «remover las inercias». Menos mal que esta política lingüística no iba contra otra lengua y no trataba de marginar a nadie… Se establece después algo tan sensato como que «los ciudadanos ponen a la par o por encima de la lengua otros valores de peso». Muy bien, sólo que en lugar de señalar la opción más valiosa (aquí, la ‘justicia lingüística’), la Comisión se permite reprochar al mundo del castellano «vivir de espaldas a la comunidad vascohablante». Como si ambas comunidades no se comunicaran ya en su lengua común: el castellano. De suerte que aceptan que cada lengua tendrá «sus ámbitos de uso», en unos como principal y en otros como secundaria, y que se dan «situaciones diferentes de un territorio a otro». Pero enseguida los redactores lo olvidan, y prosiguen llamando al euskera «lengua minorizada» y al uso de la lengua predominante nada menos que un acto de «imposición hacia la minorizada».
Después de tantas contradicciones, no importará añadir unas pocas más. Verbigracia, en esta política para el siglo XXI todo se fía a la voluntad del ciudadano, como si bastara querer un objetivo, y no imponerlo por la fuerza, para que resulte por ello mismo justo y deseable. Con tal de que sea libre, esa voluntad espontánea (?) de la gente adquiere sin más derecho a lo querido. Según esta simpleza democrática, la voluntad mayoritaria cuenta con legitimidad aunque decida la supresión de derechos de otros. Pero es que nadie ignora, ni siquiera la Comisión, que hace tiempo esa presunta libertad del ciudadano vasco se halla demasiado recortada. «Si como resultado de una determinada política se está empujando a alguien a estudiar y usar una lengua forzosa y obligatoriamente, algo está fallando». ¿Hipótesis o autorretrato? Pues, entonces, ¿cuánto fallará esa política que obliga a todos a estudiar una lengua como vehículo de enseñanza escolar, como mérito desmesurado o requisito para tantos empleos públicos que sería escandaloso y agotador enumerar?
La voluntad es buena, pero el voluntarismo malo. Entiéndase aquí por voluntarismo la actitud de «impulsar sin límites la voluntad (cuantitativa) de extender el euskera»; sin límites y, como sabemos, también sin fundamento. ¿Y por qué es malo, padre? No porque así se corre el riesgo de violar los derechos del ciudadano, sino tan sólo porque aumentarían las debilidades de los hablantes y el euskera no ganaría nada con eso. Así las cosas, el colmo de voluntarismo infundado e ilimitado será el de una política lingüística que se excede hasta el punto de llegar adonde no debe. O sea, donde no hay lengua ni hablantes. Y ese colmo, tal como declara la mar de satisfecha la Comisión, ya se ha alcanzado: «la presencia del euskera (sic) ha accedido a esferas y lugares ‘donde nunca antes había estado presente’ (entrecomillado mío)». Eso vale desde luego para muchas esferas de la Administración y del saber, para lugares de Vizcaya y zonas enteras de Álava y Navarra. Pero lo que es denunciable como atentado contra la ciudadanía, a los redactores les parece digno de aplauso. He ahí una política que, lejos de responder a la realidad, se enorgullece de ir contra ella e inventar otra nueva a su conveniencia. ¿Habrá mayor signo de desprecio hacia los conciudadanos?
Sí, hay otro por lo menos. Pese a haber destinado más recursos y dinero que nunca al servicio del euskera, «debemos reconocer sin temor que nuestra sociedad no será bilingüe en otros 25 años…». Uno cree más bien que debería mostrarse bastante temor y hasta temblor en ese reconocimiento. En ningún párrafo de estas Bases se logra justificar que nuestra sociedad ‘deba’ ser bilingüe, pero se decreta que ‘tiene que’ llegar a serlo. Será pues una meta ilegítima, y las mismas resistencias que encuentra el empeño no hacen sino confirmar su ilegitimidad. Porque no son resistencias nacidas de la mala voluntad de la gente, sino de que su realidad vuelve innecesaria esa meta. Pero para el nacionalismo será obligatoria, aunque cueste otro cuarto de siglo de despilfarro, arbitrariedad y sufrimiento. Se ha sacrificado ya a una generación y se disponen a sacrificar a la siguiente. Esta sociedad plural que quieren convertir en pueblo singular, ¿consentirá seguir con la cabeza gacha?
(Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política de la Universidad del País Vasco)
Aurelio Arteta, EL CORREO, 4/7/2008