JOSÉ MARÍA LASSALLE-EL PAÍS

  • Italia se asoma al riesgo de que regrese una memoria incómoda, no sanada, que puede precipitar al país en un abismo institucional

Italia regresa al pasado. A una memoria histórica que, como en España, no está sanada. Un siglo después, Roma se prepara para vivir una nueva marcha sobre ella. Giorgia Meloni será primera ministra, aunque Sergio Mattarella sienta la tentación de hacer lo que no hizo Víctor Manuel III en octubre de 1922: impedir que Mussolini fuese jefe de Gobierno. Entonces, el rey de Italia rechazó la petición del primer ministro liberal, Luigi Facta, de disolver con el Ejército las concentraciones de camisas negras que iban tomando poco a poco los alrededores de Roma. La negativa regia de decretar el estado de sitio dio el Gobierno a Mussolini y, dos años después, las elecciones de 1924 acabaron con la débil democracia liberal italiana, víctima de los efectos de la Gran Guerra y la crisis económica.

Es indudable que Meloni y Hermanos de Italia han ganado claramente las elecciones, pero la Constitución italiana surgida de la Segunda Guerra Mundial es militante en la defensa de la democracia. Eso significa que la democracia puede protegerse institucionalmente frente a quien asume el Gobierno guiado por la tentación de aplicar un programa que, entre otras cosas, reivindique el pasado fascista de Italia. Algo que la Ley Fundamental de Bonn también hizo suyo en 1949, ya que quien formuló estos planteamientos de constitucionalización de una democracia militante fue Karl Loewenstein a partir de la experiencia del derrumbe que vivió la democracia liberal de Weimar en los años treinta. Estas ideas calaron también en Italia y fueron defendidas por De Gasperi cuando promovió que la democracia italiana debía autoprotegerse con un constitucionalismo memorialista que corrigiera normativamente el resultado de las urnas si de estas salía, como era el fascismo, una ideología que se confundía con una técnica de conquista del poder. No en balde su experiencia al frente del Partido Popular Italiano le hizo vivir desde 1922 la persecución del fascismo, acusado de actividades antifascistas, detenido y condenado a prisión. Es cierto que no vivió la suerte de Mateotti, asesinado en 1924, o Gramsci, en 1937. Pero la huella de aquellos años de violencia institucional de un fascismo que se adueñó del poder y transformó paso a paso la democracia liberal en una dictadura quedó grabada de forma indeleble en su memoria democrática.

En 1947, Italia quiso pasar página con el pasado rápidamente. La guerra civil vivida durante los últimos años de la Segunda Guerra Mundial en el norte del país bajo la ocupación alemana y el Gobierno de Saló, así como después el desenlace abrupto del telón de acero hicieron que urgiera olvidar sin sanar adecuadamente la memoria histórica. La derecha que encarnaba la Democracia Cristiana inmoló la monarquía en las urnas y la izquierda que hegemonizaba el Partido Comunista renunció a la revolución al asumir una democracia liberal plena. Aquel pacto basado en sacrificios imaginarios del que surgió la democracia italiana hizo que esta fuera militante. Un pacto que ahora está en peligro y que corresponde proteger a Sergio Mattarella, presidente de la República y antiguo militante antifascista, también perseguido como De Gasperi por Mussolini. Italia se asoma al riesgo de que regrese una memoria incómoda, no sanada, que puede precipitar al país en un abismo institucional, mientras la crisis golpea, la Comisión Europea se tensiona ante el riesgo de una magiarización de Italia, uno de los países fundadores, y la guerra en Ucrania se alargará, al menos, hasta la primavera. ¿Habrá otra Marcha sobre Roma, esta vez a lomos digitales?