Rubén Amón-El Confidencial
La gravedad del coronavirus y la prevención no contradicen que se propague de manera feroz la enfermedad del histerismo, de la angustia social y de la psicosis gracias al sensacionalismo de las TV
Proliferan estos días las imágenes apocalípticas a propósito del coronavirus, pero impresiona en particular la fotografía de un militar italiano que patrulla en el perímetro de la catedral de Milán provisto de mascarilla y de una ametralladora. Han desaparecido los turistas y los transeúntes en la zona del Duomo. Y se ha derrumbado el Ibex con todos los síntomas del efecto mariposa.
El virus no es ya un exotismo asiático, una fiebre amarilla, sino un problema occidental. Tan occidental y tan cercano como las góndolas vacías —parecen féretros navegando en la laguna Estigia— y como los partidos de fútbol que se van a suspender, bien sea para prevenir la pandemia real o bien sea para neutralizar la enfermedad imaginaria: una especie de hipocondría planetaria que expone el poder de la superstición en las supuestamente sociedades informadas e instruidas. La aldea global es antes una aldea que un fenómeno global, de tal manera que el sensacionalismo de las televisiones y la sugestión de una plaga bíblica predisponen el diagnóstico de una comunidad vulnerable y expuesta, otra vez, a la psicosis del fin del mundo.
La propia Organización Mundial de la Salud alerta ‘urbi et orbi’ del advenimiento de la gran pandemia, pero no está claro en qué consiste defenderse de ella, más allá de comprarse una mascarilla y de llevar un crucifijo o una bala de plata en el bolsillo. Se diría que la verdadera enfermedad es la histeria. No como mera abstracción, sino como demostración de una susceptibilidad que precipita las situaciones incontroladas de estrés, recelo del extranjero, angustia social y reacciones instintivas. Compramos en los chinos menos que antes. Y es probable que represaliemos ahora las pizzerías, más todavía cuando los programas de mayor audiencia promueven y vampirizan el gran espectáculo del planeta contaminado. Y no porque no haya razones para preocuparse ni para tomar medidas, sino porque el miedo a un agente exterior que se contagia fácilmente y que adquiere propiedades letales sobreestimula la credulidad de los espectadores.
Le sucedía al protagonista de Molière en ‘El enfermo imaginario’. Poco importa que la enfermedad sea ficticia si provoca los efectos psicosomáticos de una afección ‘verdadera’. El propio Molière fallecería al poco de estrenar la premonitoria pieza teatral, originando la leyenda negra de la indumentaria amarilla. Se supone que la llevaba puesta en las funciones. Y que le trajo mala suerte ponérsela, de tal manera que se ha generalizado la maldición del amarillo en los ambientes teatrales y hasta en los taurinos.
Tiene sentido la anécdota en el contexto del carnaval en que sarcásticamente ahora nos encontramos. El travestismo de los disfraces predispone la generalización de una indumentaria aséptica y purísimamente blanca que describe un estado de sugestión enfermizo. El desinfectante se vende a precio de oro en Italia. Costaba tres euros hace unos días y ahora se eleva a 23, de tal forma que la histeria se traslada a los problemas de abastecimiento y provoca una epidemia social a expensas de la serenidad y de la convivencia. Sucederá lo mismo en España en cuanto aparezcan los primeros casos. Los ancianos se mueren por centenares a cuenta de la gripe, pero el coronavirus excita la imaginación de una pandemia crepuscular, más o menos como si la peste bubónica nos estuviera acechando.
La gravedad inequívoca del coronavirus arriesga a ser menos relevante que la convulsión de la sociedad derivada del tremendismo y de las enfermedades imaginarias. Tanto valen estas últimas como las reales si terminan provocando un caos social, económico y hasta geopolítico, entre otras razones porque los remedios al brote apocalíptico engendran la sobreactuación y describen otros muchos intereses derivados. Empezando por la guerra comercial a China. Y por todas las dudas que ha planteado el régimen asiático en términos de transparencia y de rigor.
Es la razón por la que los medios informativos deberían responsabilizarse de la cautela y del rigor, pero la tentación de proyectar una película apocalíptica sobrepasa cualquier escrúpulo deontológico. Paradójicamente, la era del conocimiento procura todos los medios para propagar la superstición y los miedos atávicos. Sucedió con el ébola. Y volverá a ocurrir cada vez que se relacione al extranjero con el enfermo y al enfermo con el extranjero, más todavía en estos tiempos de populismo xenófobo y de prevención al contagio no ya de un virus sino de las ideas y de las reflexiones que puedan contaminar el hábitat de nuestra caverna.