Joseba Arregi, EL CORREO, 20/6/12
Como reconoce Slavo Zizek, nunca hay suficiente capital acumulado de rabia para proceder a la revolución, por lo que es necesario tomar prestado de o combinar con otras rabias: nacionales o culturales
En nuestro debate político más importante, el vinculado al terrorismo de ETA y sus consecuencias, existen dos tipos de referencias que apuntan más allá de la propia sociedad vasca: los expertos, mediadores, facilitadores, o lo que sea, empeñados siempre en ayudar a la causa de ETA/Batasuna, y los ejemplos que se buscan en otros países del mundo que pueden servir para entender lo que significa la opresión del terrorismo, o los ejemplos que pueden servir como espejo para el trabajo de memoria que nos espera, o nos debiera esperar.
Quizá sea conveniente buscar otro tipo de voces que reflexionan por escrito sobre estrategias y tácticas usadas en la historia de Europa para llevar a cabo la revolución marxista bajo el liderazgo de los partidos comunistas, sobre los problemas de la democracia, y sobre la exigencia de la memoria: a qué se refiere, qué es lo que implica, cuál es su contenido, sin que nada de ello esté referido directamente a nuestra pequeña, pero no menos trágica, historia.
Slavo Zizek afirma en uno de sus ensayos que la revolución más que obedecer a leyes de la historia, sucede en los intersticios de la historia, cuando, por circunstancias diversas, se abren determinadas oportunidades. Escribe: «Todas las revoluciones socialistas que han tenido éxito, desde Cuba a Yugoslavia, han seguido el mismo modelo, aprovechando la oportunidad en una situación crítica extrema, cooptando la liberación nacional o el ‘capital acumulado de rabia’». Lo escribe refiriéndose también al problema del sujeto de la revolución, un sujeto que no siempre coincide con las exigencias objetivas del modelo, y que por ello obliga a servirse de ese ‘capital acumulado de rabia’.
Con respecto a las oportunidades que brinda la historia escribe: «El caso de la excomunista Yugoslavia es típico: a través de la Segunda Guerra Mundial, los comunistas, de forma inmisericorde, hegemonizaron la resistencia contra las fuerzas alemanas de ocupación, monopolizando su papel en la lucha antifascista por medio de la destrucción de todas las fuerzas alternativas (¡burguesas!) de resistencia, mientras que, al mismo tiempo, negaban estrictamente la naturaleza comunista de su lucha (si alguien formulaba la sospecha de que tenían planes para hacerse con el poder y erigir una revolución comunista al final de la guerra, era rápidamente denunciado como propagandista del enemigo). Después de la guerra, una vez que se hicieron con todo el poder, las cosas cambiaron rápidamente y el régimen desplegó abiertamente su naturaleza comunista».
Como reconoce Zizek, nunca hay suficiente capital acumulado de rabia para proceder a la revolución, por lo que es necesario tomar prestado de o combinar con otras rabias: nacionales o culturales. En el fascismo predomina el componente nacional… ¿No debiéramos recordar de vez en cuando estas cosas para entender lo que ha venido sucediendo en Euskadi y lo que sigue sucediendo?
Analizando los problemas con los que se encuentra hoy la democracia en las sociedades capitalistas de mercado, Daniel Bensaïd escribe: «La respuesta debiera ser la de ‘laicizar la democracia’ para proseguir con la transformación de la cuestiones teológicas en cuestiones profanas y para cesar en el esfuerzo de reducir lo político a lo social en busca de una entidad mítica perdida. Una pretensión de este tipo de que lo social pueda absorber lo político completamente, de que una ‘gran sociedad’ mítica, una ‘comunidad’ primordial pueda ser alcanzada de nuevo, presupone una sociedad homogénea que se encuentra en contraste con la irreductible heterogeneidad de lo social… La negación de la política profana, con sus impurezas, falta de certezas, y convenciones inseguras, conduce inevitablemente de nuevo a la teología y sus jergas de gracia, milagros, revelaciones, arrepentimientos y perdones».
Creo que a todo esto se le llama en Euskadi construcción nacional, ‘Aitaren etxea defendatuko dut/defenderé la casa de mi padre’. La búsqueda permanente de la comunidad perdida, la celebración del día de la patria precisamente el Domingo de Resurrección, la incapacidad de comprender lo político –esfera pública y no hogar comunitario, ‘aitaren etxea’– confundiéndolo con un mito de sociedad –comunidad, incapacidad de entender que la democracia es gestión del pluralismo irreductible de lo social–.
Escribe muy acertadamente Jean-Luc Nancy: «Sociedad existe sólo en la medida en que existe exterioridad en las relaciones. En esta perspectiva, ‘sociedad’ solo comienza donde termina la ‘interioridad’, donde la vinculación por medio de la pertenencia étnica y las figuras totémicas o mitos terminan».
Queda el problema de la memoria, algo que se nos está convirtiendo en elemento inmanejable y explosivo. En un pasaje muy condensado y complicado de su estudio ‘El tiempo que resta’, el filósofo Giorgio Agamben, hablando de la exigencia con respecto a lo olvidado, escribe lo siguiente: «(…) el factor determinante es la capacidad de permanecer fiel a lo que, habiendo sido olvidado perpetuamente, tiene que permanecer inolvidable. Lo inolvidable exige permanecer con nosotros y ser posible para nosotros en cierta forma. La única responsabilidad histórica que me siento capaz de asumir es la de responder a esta exigencia. Si, por la razón que fuera, nos negamos a responder, y si, tanto a nivel individual como colectivo, dejamos escapar cada una y todas las relaciones con la masa de lo olvidado que nos acompaña como un silencioso ‘golem’, entonces reaparecerá en nosotros como una fuerza destructiva y perversa, en la forma que Freud llamaba el retorno de lo reprimido, es decir, como el retorno de lo imposible como tal».
Joseba Arregi, EL CORREO, 20/6/12