JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

  • Los nuevos partidos han contribuido a la polarización al forzar a los viejos a ignorar el espacio del centro y tener que luchar para no dejarse arrebatar los extremos

La falta de acuerdo sobre la renovación del Consejo General del Poder Judicial y, tras ésta, de los Tribunales Constitucional y de Cuentas, además de la Defensoría del Pueblo, es asunto muy grave. Deja sin efecto un mandato expreso de la Constitución y contribuye a deslegitimar y entorpecer la labor de órganos fundamentales del sistema. Pero, a la vez, tiene la suficiente complejidad como para que el ciudadano de a pie no se sienta ni interesado ni concernido. No afecta al discurrir de su vida cotidiana. Estas dos cualidades, relevancia constitucional y lejanía respecto del ciudadano, hacen de ella tema tan atractivo para el rifirrafe político y mediático como irrelevante para la opinión pública general. Se presta, por ello, a ser tratada como uno de esos juguetes con que la política puede permitirse el lujo de entretenerse sin comprometer los resultados de la competición. Es, en tal sentido, uno de esos asuntos que a los partidos se les tolera que dejen pudrirse sin daños colaterales y hagan de él lo que Hitchcock llamó un ‘macguffin’, es decir, un elemento sin relevancia para la trama que se introduce en el relato con la sola intención de llamar y desviar la atención del espectador.

El tono tremendista con que ha comenzado a revestirse el debate sobre el asunto confirma la sospecha de que tanto el Gobierno como el principal partido de la oposición están usando la renovación de los citados órganos como un ‘macguffin’ que distrae al ciudadano de los problemas que lo aquejan y esconde los que al político incomodan. Y cada cual tiene los suyos. El ruido que se ha creado en torno a la cuestión no permite escuchar las voces que reclaman atención sobre asuntos más pedestres, pero no por ello menos acuciantes, que no es preciso citar aquí por estar en la mente de todos. Vemos así cómo la rancia acusación de radicalismo sociocomunista que los populares acostumbran a proferir ha encontrado esta vez la respuesta airada del presidente del Gobierno, que ha tachado de «insumiso constitucional» a Casado y de «la más furibunda de Europa» su oposición, así como la de su flamante portavoz en el Congreso, que ha iniciado su cargo alineando al líder popular con los enemigos de España y expulsándolo del sistema democrático. Son palabras, las de unos y las de otros, que, en vez de llamar al acuerdo, lo hacen a la confrontación, con el fin de infundir en quien las oiga ardor guerrero. No son invitación a sopesar razones y argumentos, sino llamada categórica a alinearse con uno u otro de los polos y renunciar a una equidistancia que se consideraría cobarde y moralmente indecente.

Gane quien gane las nuevas elecciones, la práctica política seguirá empeñada en cavar trincheras

De esto se trata. De introducir en escena un ‘macguffin’ que llame la atención y la desvíe de lo relevante. No se espera, pues, que nadie sopese y reparta razones, sino que simplemente se alinee, a riesgo de ser excomulgado de la secta. Forma parte de la nueva política. La lucha por hacerse con el centro o por compartirlo, que fue hasta hace poco la táctica aconsejada para salir victorioso en la contienda, se ha convertido, bajo la presión de los comparsas que han brotado a uno y otro lado del bipartidismo, en una obsesión por no dejarse arrebatar los extremos, que es donde hoy se libra la batalla de los votos. De este modo, huérfana de un espacio central en el que debatir y hacerse oír, la sociedad se ve zarandeada e irremisiblemente polarizada entre posiciones que, en vez de intercambiar argumentos y razones, de contraponer y transaccionar intereses, de perder o ganar según las fuerzas respectivas, se arrojan unas a otras andanadas e invectivas que llevan la destructora carga del prejuicio ideológico. Amenazan así con repetirse situaciones de otros tiempos convulsos de nuestra historia, que parecen haberse hecho con nuevos y entusiastas adeptos.

Nada hace pensar que una improbable reflexión de los interesados sobre a quién beneficia el enfrentamiento que entre unos y otros han creado pudiera abrir la esperanza de que la polarización se disuelva en políticas de acuerdos y cesiones recíprocas tan propias de los sistemas democráticos como imprescindibles en los tiempos que corren. El enconamiento parece irreversible. Y, lo que es aún peor, anuncia un futuro de atrincheramientos que promete más de lo mismo. Iremos así, más pronto que tarde, a unas nuevas elecciones en que, gane quien gane, la práctica política seguirá empeñada en cavar trincheras hasta hacer de los bloques de hoy auténticos frentes de mañana.