Hoy, cuando escuchamos a nacionalistas denostar la ciudadanía como concepto posmoderno, me pregunto cómo habrían reaccionado los líderes nacionalistas de la generación de Aguirre y Landáburu al escuchar que es contrario a Euskadi lo que ellos habían aprendido participando en la lucha del mundo libre contra la amenaza de los totalitarismos.
En la interpretación del nacionalismo vasco tradicional dos metáforas o imágenes se han impuesto. Dos imágenes que ayudan a entender ese fenómeno social y político. O al menos ayudan a simplificarlo lo suficiente como para creer haberlo entendido. Aunque esas imágenes no pocas veces ocultan más de lo que revelan y dificultan una comprensión adecuada del fenómeno.
Me refiero a la imagen de las dos almas del PNV, a la imagen del péndulo patriótico. Imágenes que dan a entender que el nacionalismo tradicional se mueve siempre entre dos puntos conocidos, y sólo entre esos dos. Y si el PNV se mueve siempre entre dos puntos conocidos, lo que nos queda es el recurso de preguntarnos en qué punto se encuentra actualmente para dar cuenta cabal de su situación.
Un punto de referencia es el de la radicalidad del mensaje sabiniano: ‘Euskadi es la patria de los vascos’, dando al término patria todo el contenido político que obliga a culminar en un Estado nacional propio. Y el otro punto es el que acopla esa proclama radical a las posibilidades del momento, el que pasa la exigencia radical por el cedazo del pragmatismo, dando lugar a una política moderada. Unas veces el péndulo se encuentra en un extremo, otras en otro, otras en camino de uno a otro.
El poder de simplificación de la imagen es realmente muy grande, lo que la hace muy atractiva. Y sin embargo no resulta difícil pensar que la historia humana, cada momento histórico es, en realidad, algo demasiado complejo para poder ser reducido a dos opciones. Porque si se habla de dos almas en el PNV se podría decir que, además de los polos de la radicalidad y de la moderación, habría que tener en cuenta, en el caso del fundador, los polos de la teocracia estructural de su planteamiento y de la modernidad de los instrumentos pensados y puestos en práctica a su servicio.
El eslogan ‘Yo para Euskadi, y Euskadi para Dios’, por un lado, y la creación de un partido de masas y el uso de los medios de comunicación como modernidad instrumental, por otro: una dualidad de polos distinta a la tópica de las dos almas. Y la fijación de la meta política del PNV, en respuesta a la exigencia de Ramón de la Sota de contar con un programa político como cualquier otro partido, en la plena integración foral, en la recuperación de la situación previa a 1839, crea otro polo que posee entidad por sí mismo, y no como punto intermedio entre otros dos extremos.
La compleja realidad de cada momento ha puesto de manifiesto, a lo largo de la historia del PNV, que sus opciones eran también más complejas de lo que insinúan las imágenes tópicas. El mismo Sabino Arana diputado en la institución foral vizcaína actuó no tanto moderadamente, sino de acuerdo a la meta programática del partido. En su escrito ‘Grave y trascendental’, sea como consecuencia de las represiones sufridas por el PNV, sea por convencimiento propio, recomienda a su partido un programa de autonomía política en una España federal, y se guarda en su intimidad la fe nacionalista, dando así, aunque fuera inconscientemente, el paso clave hacia la modernidad, la separación de lo adecuado para la esfera pública de lo posible como convicción personal e íntima, religiosa o de otra índole.
Engracio de Aranzadi, ‘Kizkitza’, establece otra dualidad de gran interés: la que ve entre lo importante, la pervivencia de una identidad vasca diferenciada, y los instrumentos políticos adecuados para ello en cada momento, siempre secundarios. Pero fueron sobre todo los nacionalistas que vivieron la Segunda República, la Guerra Civil, el exilio y la dictadura franquista los que tuvieron que pensar y adaptar su nacionalismo a unas situaciones tremendamente complejas, a las que no podían responder con esquemas simplistas.
La generación de José Antonio Aguirre tuvo que repensar su nacionalismo en el contexto de una república que, aunque a regañadientes, abrió el camino al Estatuto de Autonomía y a la creación de dos potentes imágenes de referencia para el imaginario nacionalista, el lehendakari y el Gobierno vasco -ambos ligados al Estatuto-, la Guerra Civil y la dictadura, que con la negación de la democracia y la libertad en España implicaban falta de libertad y democracia para los vascos -una ecuación que será importante para Aguirre, la libertad y la democracia en España como garantes de libertad y democracia en Euskadi-, en el contexto de una Europa amenazada por el nazismo y el fascismo, y más tarde por el totalitarismo comunista; en el contexto, pues, de una democracia y de una libertad amenazadas, en el contexto de unas democracias que fueron capaces de enfrentarse a los totalitarismos en defensa de la democracia y la libertad.
La generación de Aguirre, Landáburu, Ajuriaguerra y otros fue una generación de nacionalistas que volvió a pensar el nacionalismo, siempre entendido bajo la meta política de la reintegración foral plena, reintegración que implica necesariamente alguna forma de integración en España, en el contexto de una democracia y de una libertad en riesgo, y que, por consiguiente, aprendieron que Estado de Derecho, democracia, libertad, derechos ciudadanos no eran juguetes que se pueden desechar, sino elementos que debían configurar su entendimiento del nacionalismo.
Hoy, cuando de boca de nacionalistas escuchamos que el concepto de ciudadanía es un concepto extraño a los vascos, porque surge en la Revolución Francesa, entra en España por la Constitución de Cádiz y es la fuente de los problemas vascos, cuando escuchamos a nacionalistas denostar la ciudadanía como concepto posmoderno, uno se pregunta cómo habrían reaccionado los líderes nacionalistas de la generación de Aguirre y Landáburu al escuchar que lo que ellos habían aprendido, participando en la lucha de Europa y del mundo libre contra la amenaza del totalitarismo de fuentes diversas, es declarado contrario a Euskadi.
Si Sabino Arana intuyó que Euskadi sólo tenía futuro huyendo del carlismo y de su planteamiento antisistema, de su incapacidad de integración en la modernidad -aunque el propio Sabino Arana conservase elementos estructurales de ese planteamiento-, si la generación de Aguirre vivía plenamente ese convencimiento de tener que huir del carlismo, pero al mismo tiempo tuvo que aprender que había que huir igualmente del totalitarismo nazifascista y del totalitarismo revolucionario comunista, tendrían enormes dificultades para entender a un nacionalismo que, hoy, vuelve a mirar, por un lado, con nostalgia las regulaciones políticas del Antiguo Régimen de las que vivía el carlismo, y por otro se ofrece de acompañante de los revolucionarios de siempre, que con buen instinto siempre han despreciado al nacionalismo tradicional.
Si algo ha caracterizado al nacionalismo a lo largo de su historia no es tanto su pendulear entre dos extremos opuestos y simples, sino su capacidad de adaptación a las nuevas situaciones, su capacidad de aprender en la complejidad de las situaciones históricas. Y si algo comienza a caracterizar a ese mismo nacionalismo en los últimos años, es su incapacidad de hacer frente a la complejidad de la situación histórica actual, su incapacidad de adaptar su pensamiento a una situación política bien distinta a aquélla en la que nació y a aquélla en la que le tocó vivir durante el período más largo de su historia.
Hoy el nacionalismo es incapaz de reflexionar seriamente sobre lo que es ser nacionalista en condiciones de libertad y de democracia en España, en condiciones de poder autonómico como nunca ha gozado Euskadi en su historia, en condiciones de creciente unión europea, en condiciones de movilidad, integración mundial y globalización. En lugar de ello, se dedica a promulgar eslóganes simples que apelan a identidades uniformes y homogéneas inexistentes e indeseables, propuestas que recuerdan demasiado al Antiguo Régimen, proyectos de exclusión de quienes, con la lealtad que en su día reclamaba Aguirre, han asumido la justeza de la reintegración foral plena, una reintegración que supera con el Estatuto actual cualquier otra situación de la historia de Euskadi, y lo que el mismo Aguirre pactó con Indalecio Prieto el año 1936.
Otro nacionalismo era posible si hubiera habido nacionalistas con la capacidad de seguir la estela de los nacionalistas de la generación del lehendakari Aguirre y sus compañeros, pero no se les vislumbra en el horizonte.
Joseba Arregi, EL DIARIO VASCO, 25/11/2009