José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Los comisionistas en la pandemia se beneficiaron de la contratación de emergencia, de la deslocalización industrial y de la ausencia de los más mínimos controles. Todos ellos, factores criminógenos
La pandemia ha sido un tiempo de tragedia colectiva por la enfermedad y la muerte. También una prueba de estrés que nuestro sistema jurídico no ha superado y un episodio para valorar hasta qué punto las administraciones públicas disponían de capacidad de gestión y control en una situación límite. El balance es negativo en casi todas las variables. Es muy posible que la morbilidad y la mortalidad por el coronavirus no pudieran evitarse, pero debió garantizarse la imposibilidad del enriquecimiento ilícito de personajes sin escrúpulos que aprovecharon las circunstancias para obtener obscenos beneficios.
Es el caso de Alberto Luceño y Luis Medina, que se embolsaron millones de euros por una posible intermediación delictiva en la compra de material sanitario (mascarillas, guantes y test) para el Ayuntamiento de Madrid. El primero cobró una exorbitante comisión de cinco millones de euros y el segundo otra de uno. Naturalmente, a cargo del arbitrario precio del material suministrado. De momento, y tras más de un año de investigación, la Fiscalía Anticorrupción se ha querellado contra los dos por la presunta comisión de los delitos de estafa, falsedad documental y blanqueo de capitales.
¿Cómo fue posible que la corporación madrileña abonase tal cantidad por ese material fiándose tan ingenuamente de esos buitres comisionistas que carecían de cualquier tipo de credencial profesional que los avalase? En este y en otros casos, concurrieron circunstancias que los técnicos denominan ‘criminógenas’: la contratación de urgencia que disminuye las garantías en la adjudicación de suministradores; la deslocalización de los centros de producción del material sanitario que requiere de intermediarios que conozcan las factorías de su elaboración, y la ausencia de condiciones previas que exigiesen las más elementales credenciales a los contratistas.
Se aplicó para todas las administraciones públicas la llamada contratación de ‘emergencia’, que está prevista en el artículo 120 de la ley 9/2017, de 8 de noviembre, de contratos del sector público, que establece un régimen especial “cuando la Administración tenga que actuar de manera inmediata a causa de acontecimientos catastróficos”, precepto que le permite “contratar libremente (…) en todo o en parte sin sujetarse a los requisitos formales establecidos en la presente ley”. Tal excepción rigió en todos los organismos públicos.
A partir de este supuesto excepcional, los buitres que detectaron la oportunidad de comisiones fueron conscientes de la deslocalización de los centros de producción del material sanitario preciso durante la pandemia, situados en países asiáticos. En aquellos primeros meses del coronavirus en España, no teníamos factorías que pudieran responder con agilidad a la necesidad de mascarillas, guantes, EPI, geles desinfectantes y pruebas diagnósticas de la enfermedad. Fue la ocasión para tipos como Medina y Luceño, quienes, conocedores de la holgura de los trámites de la contratación pública, maquinaron un repugnante enriquecimiento con los suministros, algunos de los cuales resultaron defectuosos.
Pese a la laxitud de los controles de licitación, no es explicable el modo en el que los responsables de la corporación de la capital de España cerraron los acuerdos. Porque aun en el supuesto de la emergencia prevista en la ley, han de guardarse unas mínimas prevenciones para salvaguardar el buen fin de la contratación y emplear correctamente el dinero público. Conocido lo conocido, parece que, en Madrid, en otras comunidades autónomas y en el Ministerio de Sanidad faltó esa mínima diligencia. La Fiscalía Anticorrupción está examinando miles de expedientes de contratación que, en unos casos, presentan defectos administrativos graves y donde, en otros, se detectan ilícitos penales. Hay que tener en cuenta que las administraciones públicas españolas llegaron a firmar más de 15.000 contratos de emergencia que en conjunto supusieron un gasto de más de 6.000 millones de euros.
La pandemia ha dejado dañado nuestro sistema jurídico de garantías al haber declarado el Constitucional contrarios a la Carta Magna aspectos nucleares de los dos decretos de estado de alarma; al reprobar también el cerrojazo del Congreso que ha favorecido el descontrol gubernamental. Ahora se comprueba que un buen grupo de logreros se han lucrado con la tragedia con fondos públicos mediante comisiones y precios de los suministros hinchados, sin que los controles administrativos hayan evitado este saqueo que añade desgracia a la desgracia.
De tal manera que —aunque el Tribunal de Cuentas ha venido advirtiendo en sus constantes informes sobre irregularidades y abusos— sea también exigible por resolución del Congreso que todas las instancias de las administraciones públicas se pongan manos a la obra y tramiten auditorías plenamente fiables y que se trasladen a la Fiscalía los indicios de irregularidades que se detecten. Porque es seguro que el caso del Ayuntamiento Madrid no es el único.
La pandemia ha dejado muchos muertos, muchos enfermos y un enorme trauma social, además de una grave crisis económica, pero ha revelado también la insuficiencia de nuestra legislación de emergencia —sanitaria, de protección de derechos y libertades y de contratación pública— y ha mostrado igualmente la falta de diligencia de los responsables últimos de las instituciones y el canallesco abuso de los comisionistas de ocasión. España necesita una catarsis de eficiencia y de decencia. El país ha sido durante la pandemia como un comedero de buitres. Y este desorden administrativo y esta negligencia política van a traer una ordalía política y judicial que ahora, quizá, no se pueda ni imaginar. Demasiadas exclamaciones de latrocinio (‘pa la saca’) en un país al borde de la quiebra.