Rubén Amón-El Confidencial

El líder del PP quiso convertir la sesión en una moción de censura y ha terminado relegado a un papel irrelevante ‘gracias’ a un acuerdo coyuntural de Sánchez y Arrimadas que indigna a Rufián

Pablo Casado empezó citando a Huxley y terminó evocando a Orwell. Podría haber mencionado en medio a Ray Bradbury o a H. G. Wells, pero los esfuerzos de parangonar a España con una distopía siniestra no lograron encubrir su propia situación de ridículo, de orfandad o de intrascendencia.

El líder del PP inició la semana organizándole a Sánchez una moción de censura encubierta y va a terminarla resignado a un papel de monaguillo.

Ni siquiera importaba el voto del principal partido de la oposición. Sánchez ya se había asegurado la victoria. Se la habían proporcionado en la vigilia la sensatez de Ciudadanos y el oportunismo de los nacionalistas vascos. No me canso de repetirlo: la política es un deporte que inventaron los griegos donde siempre gana el PNV. No cabe un partido más oportunista ni más taimado e instintivo, aunque la reclamación de la cogobernanza ha logrado alinear a los presidentes autonómicos. Incluidos los del PP.

Fueron estos últimos quienes disuadieron a Casado del maximalismo del no. Y quienes desautorizaron la irresponsabilidad que hubiera supuesto renegar del estado de alarma cuando todavía balbucea la fase cero.

No se dan las condiciones para suspenderlo ni podría improvisarse un plan alternativo, entre otras razones, porque se produciría un nuevo volantazo en el desconcierto de la opinión pública y en la pedagogía de la normalidad.

El propio Casado admitía implícitamente el error que hubiera supuesto apagar las luces rojas y la sirena. No se le pueden reprochar al Gobierno, como hizo, la incertidumbre del virus, la situación de descontrol, la inconsistencia del mapa, el misterio de los test, para luego recomendar el regreso hacia el antiguo régimen. Pensaba Casado que Sánchez estaba barbeando las tablas y que podía apuntillarlo en el burladero del Congreso, pero el pañuelo naranja de Ciudadanos apareció de manera providencial mientras Girauta se lanzaba por el viaducto al grito de “traición”.

Se ocupó de asomarlo Inés Arrimadas en un papel sobrevenido de socorrista. Las razones esotéricas o especulativas pueden relacionarse con la estrategia, el desplante a Casado y el incendio de la foto de Colón, pero el camino más corto reviste, como siempre, mayor credibilidad que ningún otro. Sí es sí. Urgía renovar el estado de alarma, del mismo modo que convenía restringirlo a su letra y a su espíritu. El estado de alarma no puede utilizarse como instrumento de poder particular —Sánchez— ni puede dilatarse a las fronteras de un estado de excepción. Tampoco debe convertirse en el instrumento arbitrario que supedita y condiciona los planes de ayuda económica, el porvenir de los ERTE y las recetas asistencialistas.

Fueron estas últimas las condiciones que expuso Arrimadas en su reaparición en la Cámara. No la visitaba desde el inicio del confinamiento. Y lo hizo este miércoles provista de guantes blancos y mascarilla, aunque se despojó de ella para herir a Sánchez sin necesidad de sentenciarlo: “El Gobierno lo ha hecho tarde y mal. Los españoles lo juzgarán. No estamos aquí votando a favor del Gobierno. Hoy lo que se vota es si la gente puede salir el sábado sin control”.

Es conocida la aversión entre Sánchez y Arrimadas (y viceversa), como es precipitado y hasta ilusorio relacionar la sesión del miércoles con una nueva época en la lógica de bloques, aunque el noviazgo breve del PSOE y Cs ha escandalizado a Esquerra y ha soliviantado la iracundia de su portavoz.

No hay peor veneno para un soberanista que el linaje de Albert Rivera. Gabriel Rufián compareció con aspecto de resacón. Y abominó de Sánchez cuando se supone que Sánchez más necesitaba el respaldo del partido que habilitó su investidura. Debería el presidente purgarse de la traición y hasta replantearse la irascibilidad de los compañeros de viaje, pero es una ingenuidad imaginar que la votación de este miércoles refleje un punto de inflexión de la legislatura hacia la moderación o hacia el consenso.

El Gobierno lo ha hecho tarde y mal. Los españoles lo juzgarán. No estamos aquí votando a favor del Gobierno

Sánchez necesitaba el voto de Cs. Arrimadas necesitaba convertir Cs en un partido decisivo. No tardará en malograrse la concordia ni se demorará la aparición de Iglesias con el lanzallamas, pero nadie va a poder impedirnos la sensación disfrutona que supone ver alineados en el mismo voto y en la misma posición a Vox, Esquerra, la CUP y JxCAT. ¿Casado? Casado no estaba en ningún sitio.