Yo estuve una vez en la fiesta de PCE. Fue en octubre de 1978, aproximadamente cuando un terrorista de la transición y una sindicalista de CCOO traían a este mundo a una criatura a la que pusieron por nombre Pablo Manuel. Entonces la fiesta del PCE era un acontecimiento de cierto relieve político que se celebraba en  la Casa de Campo y a mí me faltaban tres meses para devolver el carné, desconcertado por el pragmatismo ramplón que guiaba la política del secretario general. Ramplón Carrillo, pensaba yo entonces, sin prever el abismo intelectual por el que iban a despeñarse los comunistas españoles unas décadas más tarde. De Santiago Carrillo a Enrique Santiago y a Pablo Iglesias, de Pilar Brabo a la marquesa de la Mesa grande y  Yolanda Díaz, de Ramón Tamames a Nacho Álvarez y los hermanos Garzón.

La historia del PCE desde su legalización aquel sábado de gloria hasta la fiesta del pasado sábado en Rivas Vaciamadrid es un camino de perfección hacia la decadencia, pero no parece que esta chusma vaya a echar de menos tiempos más éticos, más eficaces o más inteligentes. Hoy, el único Carrillo que añora el hijo del frapero es el de Paracuellos del Jarama.

Pablo Iglesias Turrión fue a la fiesta del PCE a dar la chapa y cumplió con sus dosis habituales de pedantería: con decir que citó a Hobsbawm ante aquella tropa excuso decirles más.  Claro que en el intento experimentó un acto de justicia poética, un escrache como los que él alentaba en la Complu contra Rosa Díez, acompañado por Errejón, que leía el manifiesto. En definitiva, el jarabe democrático de los de abajo que él no se cansaba de recomendar cuando era puta base. “¿Dónde está el cambio, dónde está el progreso?”, preguntaba el mocerío anarquista. “Cómo que dónde está el cambio”, respondía un esforzado tuitero. “De Vallecas a Galapagar. Cómo que dónde está el progreso. De cajera a ministra de Igual da”.

Fui testigo de esta involución en las personas de dos excamaradas a los que me encontré en el octogésimo cumpleaños de Agustín Ibarrola, convertidos en ardorosos militantes de Podemos. Fue un ejercicio agotador discutir a un par de tíos que defendían la mordida de Errejón en la Universidad de Málaga: “¡Pero si es doctor!” decía uno de ellos en tono virtuoso. También defendían la abolición de la amnistía, una trampa de la derecha franquista para lavar sus culpas. Lamenté que hubiesen borrado de su memoria la mejor aportación del PCE a la convivencia democrática: la política de reconciliación nacional propuesta por Carrillo en junio del 56 y su lógica consecuencia política: la Ley de Amnistía. Ya habían olvidado que su defensa en el Congreso corrió a cargo de Marcelino Camacho, cuarto diputado por Madrid, el 14 de octubre de 1977, en un discurso emocionante que deberían leerse hoy todos estos descerebrados.

Decía mi buen Rafa Latorre que es la primera ocasión en que en la fiesta del PCE hace un brindis un ex vicepresidente del Gobierno. Tiene razón; no había ningún caso previo, pero quizá es que nunca la democracia española había tenido un vicepresidente como esto. Los comunistas de hoy siguen la carrera de Joaquín Miranda, el banderillero de Belmonte. Han llegado a su momento cumbre degenerando, degenerando.

A mediados de los setenta fui un turista del ideal en la revolución de los claveles. En Lisboa leí una interesante entrevista con Ernst Mandel en la publicación trotskista ‘Sempre Fixe’ en la que sostenía que los maoístas portugueses eran la izquierda más estúpida del mundo. Él no podía conocer la evolución que iba a sufrir  la izquierda española. Yo tampoco.