Estefanía Molina-El Confidencial
Si Pablo Iglesias no ocupara un asiento en el Consejo de Ministros sería posible imaginarlo en unos meses como el estandarte del malestar social y de los colectivos vulnerables
Si Pablo Iglesias no ocupara un asiento en el Consejo de Ministros sería posible imaginarlo en unos meses como el estandarte del malestar social —no de los ‘cayetanos’ del barrio de Salamanca— sino de los colectivos más vulnerables, cargando sentido contra el Gobierno socialista de Pedro Sánchez como si el del PP de Mariano Rajoy de 2011 se tratara, en caso de cumplirse las peores previsiones de una grave crisis económica tras el covid-19.
Sin embargo, Iglesias ha decidido ser sistema, quizás para inesperada tranquilidad hoy del presidente Sánchez que, con perspectiva, tendría sin duda un problema político mayor con Podemos en la oposición cuando la economía pase su prueba de fuego en otoño. Un fantasma que volvió esta semana al Congreso de los Diputados, de la mano del PP, quien recordó los ajustes que supuso para el Ejecutivo socialista en 2010, pese a los planes sociales de Zapatero.
Ese escenario supondría asimismo una paradoja para Podemos, como partido que nació para capitalizar el espíritu del 15-M, pero que podría asistir a un otoño caliente —como Policía y Guardia Civil habrían avisado ya al Ejecutivo— cual convidado de piedra. Desde su sillón ministerial, desprovistos de la legitimidad de la pancarta, y con menos credibilidad en el discurso de «la gente», toda vez que Iglesias, que presumía de vestir ropa de supermercado, vive hoy en un chalé en Galapagar.
Cabe recordar, además, que algunos movimientos sociales conocidos como las ‘mareas’ (blanca, verde…) sufrieron cierta descapitalización con la entrada de algunos de sus miembros notables a las instituciones —un ejemplo de ello sería Ada Colau, exmiembro de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca—. Durante algún tiempo, incluso, se podría interpretar que el paso institucional de algunos de aquellos activistas y la esperanza de cambio pudo haber contribuido a calmar la sed de protesta ciudadana.
Ahora bien, como me recordaba con resignación un exdirigente de la cúpula de Podemos, existen jóvenes hoy que no saben lo que significó para nuestro sistema político el 15-M de 2011, ni tan siquiera lo que fue, porque no lo vivieron. Y esos mismos jóvenes, o adultos desafectos, son parte del caldo de cultivo de cualquier malestar latente.
Quizás entonces recuerde Iglesias aquel careo que mantuvo con Rajoy en el Congreso en octubre de 2016: «Alguien puede pensar que no está haciendo usted bien su trabajo, porque la gente se ve obligada a salir a las calles. Cuando usted no estaba aquí, pues los que estábamos no le representábamos, entonces era lógico que salieran» le increpó el expresidente. «¿Pero significa eso que los que van a salir a la calle no se sienten tampoco representados por usted, señor Iglesias?».
Pasa que el vicepresidente de Derechos Sociales podía moverse hasta ahora en el perímetro del escudo social del Estado para proteger a los más débiles: unos días, pactando con la patronal en Moncloa medidas como los ERTE; otros, anunciando el Ingreso Mínimo Vital. Todo ello, sin menoscabo de que la Comisión europea elaboró en 2019 un informe para España donde alertaba del riesgo social de pobreza, y le recomendaba mejorar sus sistemas de renta mínima; con previa resolución del Parlamento Europeo en 2017 a los Estados miembros, en ese mismo sentido.
No obstante, los economistas advierten ya del «resucitar» de la ‘austeridad’. No se puede estimar aún el impacto real la crisis, si será larga o breve, pero la situación estructural de España cuanto a su exceso de endeudamiento y crecimiento del PIB no aporta un horizonte esperanzador —tal vez eso explique por qué la ministra Yolanda Díaz pareció transigir con la posibilidad de pactar los presupuestos con Ciudadanos—.
Sería entonces cuando se testara el carácter real de Iglesias, frente al caldo de cultivo de la potencial indignación. Es decir, la elección entre si saltar del Gobierno —lo que supondría una muestra de deslealtad que quedará irremediablemente en la memoria del PSOE con consecuencias—, o seguir haciendo el doble juego de las últimas semanas para amortiguar un posible descrédito ciudadano.
De un lado, Iglesias ha actuado con formas más propias del activismo, avalando las protestas contra el Ejecutivo de coalición, como aquel «seguid apretando» que deslizó ante la crisis del campo agrícola, como si no fuera él miembro del propio Ejecutivo —lo que equivale a una desviación de la rendición de cuentas—.
De otro lado, el vicepresidente ha tirado de un afán por la comunicación política, llegando a eclipsar a las titulares reales de la Economía y el presupuesto, que son Nadia Calviño, y María Jesús Montero. O incluso, detonando confusiones mediáticas respecto a las decisiones del ministro José Luis Escrivá sobre la entrada en vigor del Ingreso Mínimo Vital.
Sin embargo, la entrada de Podemos al Gobierno no parece haber actuado como un revulsivo para reforzar electoralmente a la formación —como se pudo haber estimado en un primer momento—. Varias encuestas muestran una consolidación del bipartidismo (PSOE-PP), y la hipótesis es que los ciudadanos podrían estar premiando ya a los partidos con capacidad avalada de gestión.
Y ese detalle resulta inquietante para la paradoja que tiene Iglesias enfrente: hasta qué punto podría resistir como vicepresidente alguien con tanta garra político-activista, viendo cómo otros rentabilizan la desafección de la calle, pese a la lealtad exhibida a Sánchez en los últimos meses —cabría preguntarle—.