Cristian Campos-El Español 

 

La Transición unió las dos Españas, el 11-M las desunió de nuevo (otros opinan que la causa fue el PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero) y Pedro Sánchez ha añadido una nueva grieta a esa falla con la división de los españoles en tres bloques, pero donde siempre gana uno de ellos porque cualquier otra opción es impensable.

Los tres bloques son el del progresismo, liderado por el PSOE. El de la derecha y la ultraderecha, liderado por el PP. Y el de los nacionalistas, liderado por vascos y catalanes, y secundado por esos navarros, baleares y valencianos a los que no parece inquietar demasiado la perspectiva de convertirse en ciudadanos subrogados en comunidades colonizadas por los mitos y los dialectos de la región vecina.

Está por ver dónde acaba cayendo la semilla del cuarto bloque, ese cantonalismo de provincias políticamente reaccionario, pero mercadotécnicamente progresista, que si no ha cuajado hasta ahora no ha sido tanto por falta de terreno abonado (el español es un provinciano con Netflix) como por su condición de innecesario para el PSOE.

Está todo en 1984 de George Orwell. Tres potencias (Oceanía, Eurasia y Asia Oriental) en guerra perpetua de dos contra uno y donde el papel de enemigo externo se alterna periódicamente para mantener un ficticio estado de tensión que garantiza el control de los ciudadanos. Sólo que en la España de 2023, a diferencia de 1984, el enemigo no cambia jamás y es siempre el bloque de la derecha.

Ese es el verdadero cambio de paradigma que ha impuesto Sánchez, transformando el escenario político de una forma difícil de entender por quienes siguen interpretando la política de 2023 como si siguiéramos en 1996. Porque lo que fue normal durante las tres primeras décadas de la democracia (que los partidos nacionalistas pactaran con el PSOE o con el PP dependiendo de quien ocupara la Moncloa) es hoy imposible.

En 2023, esto ya no va de ganar elecciones, sino de gobernar. Y para gobernar no hace falta ganar las elecciones, sino lograr el apoyo del bloque nacionalista. Por eso a Sánchez no le preocupa tanto que el PSOE supere al PP como el mantenimiento en pie del muro que ahora separa a los nacionalistas de los populares. Y por eso Alberto Núñez Feijóo no parece tan interesado en ganar el voto liberal o conservador como en aparecer frente al nacionalismo como un toro más que manso, mansísimo.

¿Cuál ha sido el error de cálculo de Pedro Sánchez? Dejar un cabo suelto. Ese Podemos de Pablo Iglesias que, tras ser expulsado del bloque de la izquierda y verse sustituido por Yolanda Díaz, ha decidido pasarse al tercer bloque, el de los nacionalistas. Estrategia abonada por unos sondeos que parecen confirmar el escaso tirón de una Yolanda Díaz que ha medrado en política a fuerza de dedazos y sin que las urnas hayan corroborado una sola vez su presunto atractivo demoscópico.

La oferta de Iglesias debería interesar al independentismo. Si ERC y EH Bildu la aceptan, Podemos será el gran angular que les permita ampliar la profundidad de campo de sus exigencias. Porque, conseguida ya la independencia respecto de los símbolos y las instituciones del Estado, colonizada la educación y parasitados a placer los Presupuestos Generales del Estado vía dispensa de la solidaridad (en el caso vasco) o vía cesiones (en el caso catalán) ¿qué le queda por conseguir al nacionalismo en España?

Sólo el control del Poder Judicial. Y el Constitucional ya está en manos amables.

Al nacionalismo le hace falta sólo un 10-15% de votos extra que le permita finiquitar la soberanía nacional y balcanizar definitivamente el país. Es la Europa de los pueblos con la que sueña Vladímir Putin y que lograría cerrar el círculo de simpatías prorrusas que lleva del Kremlin a Jaume Roures, de Roures a Podemos, de Podemos a ERC y de ERC a EH Bildu. Y ese nuevo bloque ya está lanzando señales de unidad.

Pero para que el plan de Iglesias cuaje, primero ha de fallar la estrategia de Sánchez. Una estrategia que necesita, en primer lugar, que los españoles no interpreten las próximas elecciones generales como un duelo entre Sánchez y Feijóo, donde el PP tiene todas las de ganar, sino como un enfrentamiento del ticket electoral de Sánchez-Díaz contra el de Feijóo-Abascal, donde el que tiene todas las de ganar es el PSOE.

Y en segundo lugar, y no menos importante, que Yolanda Díaz quede por delante de Vox y en ningún caso por detrás de Podemos.

El punto débil del plan de Sánchez, más que la supuesta fortaleza de un Feijóo que no tendrá tan fácil conseguir lo que sólo José María Aznar ha conseguido en 45 años de democracia (ganar en las urnas a un presidente del Gobierno) es la flojera de Díaz. Y la insistencia de los medios sanchistas en la «buena valoración» de la ministra de Trabajo entre los españoles, un dato que políticos y analistas saben que no sirve de nada, es el más evidente reconocimiento de que Yolanda Díaz no carbura en los sondeos.

El plan de Iglesias no carece tampoco de puntos débiles, y entre ellos el del ventajismo de los nacionalistas, cuyo ADN les llevará a subirse al caballo ganador en cuanto este haya superado la meta. También el de la bisoñez estratégica de una Irene Montero a la que dios llamó por el camino del grito, pero no por el de la política.

Pero no está mal tirado el plan de Iglesias, que aspira en definitiva a añadir un elemento de caos en el nuevo escenario que Sánchez ha dibujado para el periodo 2024-2028.

Veremos en cualquier caso si el gran faroleador de Galapagar, que tiene muy poco a perder ya, resiste el tirón mediático yolandista o si le tiemblan las piernas a medio camino y un mal resultado en las municipales y las autonómicas de mayo le lleva a diluir Podemos en esa CEDA de izquierdas rosada como un lechal llamada Sumar.