PACIFISMO EN LLAMAS

ABC-IGNACIO CAMACHO

El sabotaje urbano goza de cobertura y amparo porque el jefe de los guardias lo es también de los incendiarios

ESA Barcelona en llamas no interpela sólo al Gobierno de la nación, ni a una Generalitat cuyo trastornado presidente es al mismo tiempo el jefe de los incendiarios y de los guardias. La bárbara kale borroka que ha convertido la ciudad en un campo de batalla plantea, o debería plantear, un problema de conciencia a la propia sociedad catalana, y sobre todo a esa burguesía nacionalista que gusta de presumir de moderada y de pragmática. Porque una parte de ella sigue pensando que en el fondo la culpa de esta combustión destructiva la tiene España, el Estado que reprime con mano autoritaria a un supuesto pueblo cautivo y secuestra su ficticia voluntad soberana. Y porque serán ellos, los ciudadanos de orgullo biempensante convencidos de vivir una bella utopía democrática, los que paguen el destrozo civil de la convivencia arruinada mientras no admitan que al independentismo se le ha caído la máscara, que son sus dirigentes quienes impulsan y agitan la violencia bajo sus retóricas proclamas de paz y tolerancia, que el sueño de la secesión ha engendrado un monstruo de odio y sembrado de cizaña el paisaje de una comunidad próspera y desarrollada. Que están, en suma, gobernados por una banda.

Ellos, los catalanes, saben como todo el mundo que estas noches de cristales rotos no surgen de un movimiento espontáneo. Que ni siquiera son sacudidas de ira popular sino un motín planificado al que las autoridades otorgan cobertura y amparo, en el benévolo caso de que no hayan participado en la gestación de una estrategia de sabotaje urbano. No se trata de un tumulto más o menos consentido que se les haya ido de las manos: es la expresión brutal, el reflejo extremado de esa pulsión rebelde de un separatismo que en su primaria imaginación se auto-identifica con un modelo revolucionario. Y todas las revoluciones, todas las tentaciones de subvertir el orden por asalto, acaban superando las expectativas de sus promotores para desembocar en el caos.

Habrá en Cataluña quien fantasee, por añoranza de lo no vivido, con la memoria trágica de la Rosa de Fuego. Habrá quien quiera ver un trasfondo de épica insurgente en esta vulgar secuencia de disturbios callejeros, quien encuentre en los contenedores ardiendo la mística tempestuosa de un esplendor fotogénico. Pero esto no es Maidán, ni Hong Kong, ni el París de los chalecos: es una triste parodia, un lastimoso remedo perpetrado por energúmenos insatisfechos y colegiales envenenados de adoctrinamiento. Es la consecuencia de la enajenación narcisista del procés y de su iluminado desvarío del destino manifiesto.

Y acabará mal, como todo delirio, pero antes dejará el tejido cívico y político catalán destruido. Cuando eso ocurra, y los independentistas están a punto de conseguirlo, no podrán culpar al resto de los españoles de un conflicto que se ha llevado por delante el mito de su sedicente pacifismo.